Carlos Núñez Cortés: “La experiencia psicoanalítica con Les Luthiers fue hermosa”
Haber sido miembro histórico y uno de los fundadores de ...
Haber sido miembro histórico y uno de los fundadores de Les Luthiers no es lo que hace único a Carlos Núñez Cortés. Lo que realmente lo distingue del resto de los mortales es que, en el primer piso de su casa, atesora un caracol que mide un milímetro y cuyo nombre científico lleva parte de su apellido (un poco deformado): Onoba nuñesi. Parece, pero no es una nueva chanza del memorable grupo humorístico-musical argentino. Resulta que Núñez Cortés es malacólogo –estudioso de los moluscos– y tiene una colección de 9000 caracoles de 3500 especies distintas.
Cada uno de esos caparazones descansa detrás de una vitrina (es un auténtico Louvre de moluscos), en el hogar que el luthier comparte con su mujer Valeria y en donde ambos reciben a LA NACION. “O sea que, finalmente, mi nombre pasaría a la historia no como químico, ni escritor, ni músico, ni humorista. Me glorificaban como un simple coleccionista de caracoles; pero, ¿saben qué? Ese día me sentí el hombre más feliz de la tierra. Pasaba a la posteridad. ¿No es eso lo que todos buscamos desesperadamente?”.
Este último párrafo forma parte del nuevo libro de Núñez Cortés, que se llama Es que me pasaron muchas cosas en la vida... las aventuras de un Luthier. Aunque tiene dos libros anteriores en los que escribió sobre el grupo –Los juegos de Mastropiero y Memorias de un luthier–, esta es la primera vez que el músico y estrambótico constructor de instrumentos cuenta cómo era su vida cuando se bajaba del escenario. El resultado son 228 páginas de historias emotivas y delirantes (viajes, anécdotas locas, reflexiones) que hablan de alguien que realmente las vivió todas o casi todas.
A los veinte segundos de tocar el timbre de una casa de dos plantas en San Isidro, bastante cerca del Hipódromo, aparece un hombre con camisa a cuadros y tiradores. Tiene rulos frondosos que se prolongan en una barba blanca. Al traspasar la entrada, uno se siente en la guarida de Indiana Jones. Quizá aquí esté oculto el mapa de un tesoro escondido en una isla sin nombre en Micronesia. Todo puede ser en la morada de Núñez Cortés, licenciado en Química y Biología, doctor honoris causa de la Universidad de Buenos Aires y Premio Princesa de Asturias. Y, por supuesto, uno de los Fab Five junto a Carlos López Puccio, Jorge Maronna, Marcos Mundstock y Daniel Rabinovich.
Hay una chimenea con caracoles y la repisa está decorada con caparazones de todo tipo y tamaño; libros por todos lados, un piano de cola Steinway con una partitura de Debussy y, coronando el living, el caparazón gigante de una tortuga. “En las tardes así toco Clair de Lune y vuelo”, dice, pero se pone a tocar una de Chopin; y después una de Troilo que orejeó y transcribió hace poco, mientras su mujer, Valeria, mira y escucha embelesada. Unos minutos más tarde llegarán los otros dos integrantes de la familia: Atilio y Ringo, dos galgos rescatados y muy cariñosos.
¿Por qué escribir un libro a sus 83 años? La respuesta es simple: sus compañeros de banda le tiraban la lengua para que narrara las cosas que le pasaban, que eran muchas y todo el tiempo. “Pensá que eran tipos que hacían reír y querían que yo los hiciera reír a ellos; me decían que les contara las estupideces que hacía”, se acuerda. “Yo siempre fui bastante temerario, me mandaba y después veía”, afirma. Y la verdad es que realmente le pasaron muchas cosas...
Sobre islas solitarias y huracanesAquí un compilado breve –más bien los títulos– de las cosas que le pasaron (o se buscó solito) a Carlos Núñez Cortés: le pidió a sus amigos que lo abandonaran unos días en una isla mínima y deshabitada del sur de Brasil; después se emperró en conocer la playa en donde se había filmado la película La laguna azul, pero se enteró de que quedaba bastante lejos, en una isla privada en Fiji, que pertenecía a un norteamericano de nombre Mr. Richard Evanson.
Lejos de amedrentarse, Núñez Cortés le escribió a Evanson y logró su permiso para viajar a Nanuya Levu, la isla en donde Brooke Shields y Christopher Atkins consumaron su amor (y tantas cosas más). El músico llegó a este paraíso después de cruzar medio planeta y regalarle plantas alucinógenas a un cacique para que lo dejara conocer el lugar.
Este destino polinesio lo inspiró para el libreto de “Música y costumbres de los indígenas de Makanoa”. Apenas regresado a Buenos Aires, recorrió verdulerías y consiguió una gran cantidad de cocos, que le sirvieron para construir un instrumento musical llamado Glockencoco.
Además de los viajes, el libro cuenta otras historias insólitas, como la vez que el entonces presidente del Gobierno de España, Felipe González, invitó a Les Luthiers a cenar al Palacio de la Moncloa. Al despedirse –ya de madrugada– le dijeron a Felipillo: “nosotros nos vamos a dormir la mona, pero usted tiene que gobernar un país”; o cuando Núñez Cortés le pidió un autógrafo al trompetista Louis Armstrong, que inspiró al luthier a escribir una suerte de manual para pedir y recibir autógrafos de celebrities ocasionales, sin incomodar ni ser incomodado. Y dice así:
–Discúlpeme.
–Está disculpado.
–¿Lo puedo molestar?
–Preferiría que no me moleste.
–¿Le puedo pedir un autógrafo?
–Sírvase. Nada me hace más feliz que firmar un autógrafo.
El listado de aventuras parece no tener fin: la vez que dos de Les Luthiers quedaron varados en un huracán categoría 4, en la carretera a Pochutla, en el estado mexicano de Guerrero (varados en serio porque casi se los tragan la selva, el viento y el barro); cuando Núñez Cortés y su entrañable amigo Carlos Iraldi compraron un “boleto para perros” para probar cómo era viajar en tren desde Retiro con un pase canino; cuando Carlos se fue de viaje a Martinica –en las Antillas francesas– y le pidió a unos argentinos que estaban allá que le trajeran a Buenos Aires un caparazón de tortuga gigante (el que hoy está en el living de su casa).
–Hay una frase en la contratapa del libro que dice: “Carlitos ve el mundo con ojos de niño”. ¿Cómo es eso?
–Es como los niños cuando miran el mundo por primera vez. Es decir, cuando un niño ve una lagartija, no estudió ni biología, ni a los reptiles, ni nada. Solo ve a un animalito que se mueve. Entonces es todo nuevo y esas primeras impresiones son muy intensas. Yo siempre sentí que mantuve algo de esa frescura del niño que se acerca. Y, en lugar de obedecer a eso de “no toques porque por ahí te quemás”, yo iba y me quemaba. Entonces me metía a buscar lagartos, caracoles, pájaros... trepaba a los árboles para grabar el canto de un zorzal (lo narra en uno de sus cuentos).
–Esa fascinación por la naturaleza te llevó a recorrer el mundo. A qué otros lugares inhóspitos fuiste además de la isla perdida de La laguna azul?
–Y... anduve un poco por África. Primero recorrí todo el Nilo, me gustó muchísimo. Después me fui a Kenia, en donde contraté un safari con mis dos nenes chiquitos. Conocí Mombasa porque quería descubrir los caracoles maravillosos del Océano Índico. Después bajé a Sudáfrica. Siempre viajé con tres mangos. Ahora dentro de poco nos vamos con Valeria a Escocia a recorrer los castillos y probar los wiskis que hacen.
“Lux busca una estrella”Núnez Cortés recuerda que, cuando era chico, quería que su papá le regalara libros. Pero Don Anselmo, de oficio relojero, solo quería llevar a su hijo a ver a River. “Vos me acompañás al Monumental y yo te compro el libro que quieras”, le prometió una vez.
Y así fue. Esa tarde en la cancha, como agradecimiento por el regalo de su padre, Carlitos le recitó al oído la formación del equipo (que se había aprendido de memoria porque el fútbol no era lo suyo): Carrizo, Pérez y Guastavino, Tesouro, Venini y Sola; Vernazza, Prado, Walter Gómez, Labruna y Loustau. Ese fue el River campeón de 1953.
Uno de los hitos de su infancia fue participar del certamen Lux busca una estrella, que pasaban por Canal 7. Vestido con una camisa blanca abierta y zapatos bien lustrados, Carlos tocó en el piano el Boogie Woogie de Liberace y sacó el primer premio del concurso.
Cuando esa noche volvió a su casa en Haedo, fue recibido como un héroe y lo llevaron en andas.
–Tu viejo era relojero y vos le saliste pianista y biólogo. Nada que ver. ¿Tenías buena relación con él?
–Era una relación exquisita, sí. Tuve la suerte de tener papá y mamá “piolas”; digo “la suerte” porque es algo medio raro, ¿no? No me puedo quejar porque me bancaron en todo. No sabés las cosas que hizo mi viejo por mí. Y mi madre también, con tal de que yo tocara el piano.
–¿Ella era tu fan número uno?
–Una vez cuando era chiquito le dije que quería salir en el diario y ella me contestó: “¿Sabés cuando vas a salir?, el día que toques en el piano los valses de Chopin”. Y esas cosas se te clavan en algún lado. Después llegué a tocar en la orquesta sinfónica, en el Colón, algo que es inalcanzable para un pianista.
–Entonces fuiste concertista profesional...
–Fui concertista y mi maestro me organizaba pequeñas giras. Pero Les Luthiers a mí me regaló la posibilidad de tocar un concierto de piano y orquesta de Mpkstroff, compuesto por el músico eslavo Serguei Dimitri Mpkstroff (una de las parodias del grupo). ¡No es cualquier concierto! El final es un arpeggiato, yo voy tocando el teclado hasta que se me termina y entonces vuelo por encima del piano y caigo en el proscenio. Y ahí se escucha el acorde final.
–Tenías todas las cartas echadas para ser músico profesional. ¿Por qué te metiste en Química y Biología?
–Me gustaba la bioquímica, el laboratorio, la investigación. Entonces me metí de cabeza en Ciencias Exactas cuando terminé el secundario. Entré en 1960 y me recibí de licenciado en Química Biológica en 1967. Y eso que perdí un año por la colimba.
–¿Trabajaste en un laboratorio?
–Sí, hacía investigación de nuevos productos en una empresa que se llamaba Química Farmacéutica Platense. Trabajé de químico durante dos años.
–¿Tuviste un momento de revelación de decir “no quiero más esto, me dedico a la música”?
–Sí, claro. Fue en el segundo año de estar trabajando en el laboratorio. Yo miraba el reloj, esperando que la agujita marcara las cinco para salir a encontrarme con Gerardo Masana, con Marcos Mundstock, con Daniel Rabinovich, para tocar con las latas y con nuestras cosas. Cada vez me resultaba más pesado el laboratorio, hasta que un día le fui a hablar al director de la fábrica y le dije que quería renunciar. El tipo no lo podía creer y enseguida me ofreció un aumento de sueldo. Pensó que era una cuestión de dinero.
–¿Qué dijeron tus padres?
–Mi madre casi se muere. Me dijo: “mirá Carlitos, vos empezá a trabajar con estos chicos en el teatro y todo, pero sabés que siempre vas a tener el diploma ahí colgado”. Mi viejo tenía un sentido del humor muy especial y adoraba a Les Luthiers. La canción que más le gustaba era la del relojito. Claro, él era relojero.
En el lugar de “la Shiri”Hay una escena magistral del espectáculo Lutherapia, de Les Luthiers, en la que Daniel Rabinovich está recostado en un sillón y le cuenta sus problemas al psicoanalista (Marcos Mundstock). El diálogo dice así:
–Rabinovich: Lo que pasa es que aparte de la tesis tengo muchos problemas con la música. ¿Yo le hice escuchar las cosas que compongo en mis ratos libres?
–Mundstock: Seee... usted debería tratar de estar siempre ocupado.
–Rabinovich: Pasa que soy muy inseguro doctor, a veces odio las cosas que compongo.
–Mundstock: Bueno eso es lógico...
–Rabinovich: ¿Cómo lógico?
–Mundstock: No, no... digo que a muchos compositores les pasa lo mismo.
–Rabinovich: ¿Muchos compositores odian las cosas que componen?
- Mundstock: No, odian lo que usted compone.
Luego aparece en escena “la tía Clarita” –Núñez Cortés–, que se sienta al piano a tocar una canción llamada “Pasión bucólica”, pero con los acentos mal puestos en las dos palabras (“Pásion bucolica”).
Rhapsody in Balls - Lutherapia - Les Luthiers - Fuente: YouTube–En el libro sobrevuela bastante el psicoanálisis. ¿Qué lugar tuvo en tu vida y en la historia del grupo?
–Siempre tuve resistencia al psicoanálisis. Básicamente soy de los que no quieren ir. “¿Para qué? Si yo solo me arreglo”. Pero después te hace bien. Tuve una sola psicoanalista a lo largo de toda mi vida. La visité hace un mes por un problema familiar y juntos calculamos que me analicé con ella durante casi cincuenta años. Ahora es distinto: la hora no es de cincuenta minutos, sino de ciento veinte. Dos horas hablando estuvimos. Y tampoco me cobra. Ya es como una amiga.
–¿Es cierto que Les Luthiers se analizaba en grupo todas las semanas?
–La experiencia psicoanalítica con Les Luthiers fue hermosa. Como todos los grupos, pasamos por un momento de tembladeral, que nos peleábamos. Además se estaba muriendo Gerardo Masana, que fue nuestro fundador, el que nos agrupó. Creo que fue Marcos el que dijo: “Muchachos, deberíamos tener una sesión grupal con un psicoanalista”. Y nos presentó al doctor Fernando Ulloa, un capo. Hicimos diecisiete años de terapia con él, una vez por semana. Él siempre decía: “El paciente, para mí, no es cada uno de ustedes, sino Les Luthiers. Yo trabajo para la salud del grupo”. Y así fue.
–¿Y se decían de todo en las sesiones?
–Claro. Daniel decía que nos reuníamos para insultarnos, pero con guantes: en un ring, con un referí, que era Ulloa, y con guantes, para no hacernos daño.
–¿Te acordás de alguna sesión en particular?
–Sí, la de la Shiri.
–¿La perra?
–Sí, la Shiri me acompañó durante 14 años, una setter irlandés hermosa. Yo la llevaba a todos los ensayos, a cada función durante todos los años que vivió. Me esperaba en el camarín y me acompañaba siempre. También venía conmigo a las sesiones de Ulloa. Me acuerdo de una sesión en la que yo sufrí mucho porque mis compañeros se me vinieron todos encima, por una cagada que me había mandado.
–¿Qué hiciste?
–No recuerdo muy bien ahora. Me parece que fue una rabieta que tuve en el escenario, que me fui dando un portazo del café-concert La Cebolla, donde estábamos trabajando. Y los dejé solos. Después al día siguiente estaba todo bien, pero ese jueves en lo de Ulloa hablamos de lo que había pasado. Me acuerdo que fui a la sesión con la Shiri y se quedó en un cuartito que estaba al lado de donde estábamos nosotros. Mis compañeros estaban enojados y “me fueron a la yugular”. Se hizo un silencio muy tenso y, de pronto, la Shiri se levantó de donde estaba y se sentó justo frente a mí, mirándome.
–¿Y qué interpretó Ulloa?
–Estuvo brillante. Dijo esto: “Acá ha pasado algo complejo y delicado. Carlitos está sufriendo y todos le dimos una paliza. Y yo no me di cuenta; tuvo que venir un perro a hacerse cargo de uno de ustedes, a señalar lo que estaba pasando. Yo les pido disculpas porque estuve mal. Tendría que haberme puesto antes en el lugar de la Shiri para frenar todo.
–Más allá de las historias que contás en el libro, ¿hay alguna anécdota en particular con alguno de tus compañeros que se te viene a la cabeza ahora?
–Al que recuerdo con mucho cariño es a Gerardo (Masana), porque fue el tipo con el que compartí menos tiempo. Lo vi languidecer en la plena flor de su vida y morirse de una enfermedad de mierda como la leucemia. Y él no disfrutó al grupo como después lo disfrutamos nosotros. No llegó a ver ese éxito y a mí eso siempre me dio mucha pena. Me acuerdo que un día lo fui a visitar en su lecho de muerte y me dijo: “sentate, fíjate en la mesita de luz; hay unos bocetos de un instrumento que se me ocurrió. Sé cómo se llama pero no tengo idea de cómo suena”.
–¿Qué instrumento era?
–Se llamaba “Flamocot”, que era como decir “tocomal” al revés. Pero le puso una “f” adelante porque el instrumento iba a estar afinado en Fa. Sonaba como los globos de cumpleaños cuando se desinflan. “Tendrías que investigar un poco más”, me dijo Gerardo. Entonces llevé los bocetos a mi taller y estuvimos trabajando con mi amigo Iraldi, con quien construimos el “Glamocot”, con “G” adelante porque está afinado en Sol (en el cifrado americano). Con eso compusimos una obra maravillosa que se llamó “Teresa y el Oso”, un “cuento orquestal para la juventud” que escribió Marcos.
–¿Cuántos instrumentos musicales construiste?
–Y... deben ser más o menos treinta y cinco. Los hacía con caños, baldes, mangueras, embudos, lo que tuviera a mano. Creo que mi instrumento emblema es el tubófono, que tocaba en la Facultad, cuando todavía estaba en Exactas. Llenaba los tubos de ensayo y los tocaba como su fuera una flauta de pan. Suena como una mezcla de flauta traversa y quena, algo así. En todas las obras de jazz del grupo toco ese instrumento.
–¿Te acordás cómo fue cuando te fuiste de Les Luthiers? ¿Fue una decisión muy dura?
–No, no, fue casi una especie de alivio. Yo ya venía cansado, porque nosotros trabajábamos todos los días y en 2017 ya tenía 75 años. Solo descansábamos lunes y martes. Fallé en todos los intentos que hice para decirles que aflojáramos un poco. Ellos querían aprovechar el envión, pero habíamos estado cincuenta años “aprovechando el envión”. Me acuerdo que en 2017 reuní a mis compañeros y les propuse hacer un gran cierre de despedida, el 4 de septiembre de ese año, cuando se cumplieran los cincuenta años sobre el escenario. Me dijeron: “¿estás en pedo?”. En el fondo, después de que murió Daniel yo no quería seguir. Hice la gira de despedida ese mes de septiembre, en el Teatro Romano de Mérida, en España. Y ahí el rey –Felipe VI– nos dio el premio Princesa de Asturias. Fue un gran cierre.
–¿Y te agarró el bajón del día después?
–Para nada. Con Vale alquilamos un autito y nos fuimos a pasear por Extremadura. Ya pasaron ocho años de esa última función y no me aburrí ni un solo día.
–¿Qué vas a hacer con los 9000 caracoles? ¿Quién va a continuar ese legado? ¿Seguís buscando nuevos ejemplares?
–Claro que sigo buscando. Puse mucho de mí en los caracoles, gasté muchísimo dinero en viajes, en equipos, en tiempo. No sé finalmente qué es lo que va a pasar, pero me gustaría que la colección terminara, por ejemplo, en el Museo Argentino de Ciencias Naturales, en el Bernardino Rivadavia.
–¿Tenés pensado algún otro viaje loco como el de la isla de Nanuya Levu?
–Cada vez que podemos nos hacemos alguna aventurita con mi señora. Lo que más me gusta es trepar montañas, así que de vez en cuando nos vamos al sur del país y nos largamos a caminar hasta los refugios. Siempre sueño con el Catedral, con el Cerro Negro, con esas travesías maravillosas que hice cuando tenía más polenta. Ahora tengo que subir a paso de tortuga, pero lo disfruto muchísimo.
Hacia el final de la entrevista, Núñez Cortés le pide a Valeria si le puede traer el “Glamocot”. Ella regresa con el instrumento y Carlos se pone a tocar. Realmente parece el sonido chillón de un globo que se va desinflando, pero el luthier logra interpretar una melodía alegre y cadenciosa. Es, sin duda, un homenaje en vivo al grupo que supo hacer música y humor con lo que tuvieran a mano. Aunque fuera con un “Glamocot”.