Costosos presupuestos, guiones incomprensibles y rodajes caóticos: 5 películas que podrían haber sido un gran fracaso
Se dice el pecado, no el pecador. Un conocido director de cine argentino, en charla informal, dijo que “ninguna película buena pierde plata”. El no conocido crítico inmediatamente sacó vario...
Se dice el pecado, no el pecador. Un conocido director de cine argentino, en charla informal, dijo que “ninguna película buena pierde plata”. El no conocido crítico inmediatamente sacó varios títulos: El Mago de Oz, La adorable revoltosa, ¡Qué bello es vivir!, Blade Runner, todos puntuales fracasos de taquilla, algunos tremendos. La respuesta del realizador: fueron fracasos en el estreno pero, con el tiempo, se volvieron no solo obras de culto sino, también, generadores de dinero. Al revés también sucede: malas películas que son un éxito enorme en su estreno, pero con el paso de los años quedan en el olvido. El estreno siempre responde a un contexto y tal es el que define si, en ese momento, el público está dispuesto a ver ese film en particular. Pero la tesis, entonces, tiene algo de sentido: las buenas películas se sobreponen al aura de fracaso e incluso al aura previo de fracaso. Como dirían en Jurassic Park, el éxito siempre se abre camino. A veces de modo inesperado pero, recuerden la premisa básica, la película tiene que ser buena. Hoy, cuando la noticia es que la versión con actores del clásico Blanca Nieves se ha convertido en un fracaso de proporciones mayúsculas, cabe recordar otras películas, aquellas de las que nadie esperaba nada y terminaron llenando cines por años.
Por ejemplo, Blancanieves y los Siete Enanos (Disney+), para no irnos demasiado lejos. Después del éxito continuo tanto de sus cortos de Mickey Mouse, que le generaban pingües ingresos, como de la otra serie de relatos musicales sin personaje fijo, Silly Symphonies (donde, de paso, el estudio probaba técnicas y diseños), decidió realizar lo que nadie: un largo animado, sonoro y en colores. La prensa dijo de todo, sobre todo que nadie estaría dispuesto a sentarse a ver un cartoon largo. Que era una locura. De hecho, Disney hipotecó todo lo que tenía (incluso la casa de sus padres) más un préstamo de 1,5 millones de dólares para hacerla y se había vuelto el blanco de una campaña de burla por lo que creían algo descabellado. Evidentemente, tío Walt tenía el “superpoder” más grande en Hollywood: como todos los grandes productores de la época clásica, desde Irving Thalberg a David O. Selznick, comprendía mejor a su público que los medios. El resultado: Blancanieves... se convirtió en la película más vista de la historia en los Estados Unidos hasta que, dos años más tarde, llegara Lo que el viento de llevó. Su recaudación global la colocó hasta hoy entre las 10 películas más recaudadoras de la historia (con precios actualizados por inflación) y fue uno de los pilares económicos e iconográficos en la construcción del estudio Disney. Justamente porque fue algo nunca visto. De hecho, los cinco primeros largos animados de la firma (se suman Pinocho, Fantasía, Dumbo y Bambi, todas en el streaming de la firma) todavía figuran entre las 100 películas más taquilleras a nivel mundial, y la firma brilló solitaria en el campo del largo animado hasta, por lo menos, la década de 1990.
La lección de Blancanieves se repitió por lo menos tres veces y siempre incluye el mismo asunto: que la película implique un desarrollo tecnológico que hasta ese momento no se había realizado y que rompiese las expectativas que se tenían con el director o con el estudio. En los cuatro casos, en el núcleo del éxito había un productor o director que comprendía a la audiencia de su época y una película por lo menos buena y novedosa. Exactas cuatro décadas después de Blancanieves…, la taquilla respondía de igual modo ante una de esas obras. El caso era más complejo: películas de aventuras, había; películas con efectos especiales, había; películas de ciencia ficción, había; películas donde se mezclara todo eso en gran escala apostando a un público familiar masivo y no ya de clase B (a la que pertenecían casi todos los ejemplos de esa clase de cine), no. Mucho menos que costase una fortuna que parecía irrecuperable y que se había multiplicado con el correr de la producción. Porque Star Wars (Disney+), que entonces no se llamaba “Episodio IV” ni se suponía que iba a tener secuelas, tuvo un presupuesto acordado por Fox de 3 millones de dólares (ya era mucho), se estiró a 7 y terminó en 10, una barbaridad para la época, sin ninguna garantía de que funcionase. Los actores no entendían parte del diálogo (las bromas al respecto de Harrison Ford son míticas), y ante la primera pasada privada entre amigos realizadores (grupo que incluía a Steven Spielberg, Francis Ford Coppola -que básicamente colaboró en algunas escenas-, Martin Scorsese y Brian DePalma) hubo un enorme desconcierto. Está probado que el famoso texto inicial fue una idea de DePalma, que simplemente dijo que así como estaba era la peor película del mundo y no se entendía nada.
Pero Star Wars cruzó rápidamente la entonces casi inalcanzable barrera de los 100 millones de dólares (de entonces, multipliquen por cinco), a pesar de que la prensa era escéptica cuando llegaban noticias de un rodaje que no fue precisamente un lecho de rosas. No había demasiada experiencia de un film de postproducción tan masiva. La prensa habló de potencial fracaso, pero era evidente que la fantasía infantil y adolescente, en la era de las misiones Apolo, había dejado el cuento de hadas, que necesitaba otra cosa y fue exactamente eso (una fantasía de aspecto realista que además incluía trucos creíbles y nunca vistos) lo que transformó Star Wars en la mayor máquina cinematográfica de hacer plata desde Lo que el viento se llevó. La historia posterior ya se conoce.
En ambos casos, repitamos, hubo que desarrollar tecnología específica para que la película pudiese llevarse a cabo. En general eso es visto como veneno en una producción: nadie quiere quedarse con un bodoque invendible solo porque consiguió una patente (incluso si la patente hace más dinero que el “bodoque inservible”). El ejemplo de esto es el gran fracaso de Francis Ford Coppola Golpe al Corazón (se puede ver en Mubi), donde más allá de reconstruir en un galpón 200 metros de Las Vegas, desarrolló el video assist (es decir, el uso del video para “ver” el resultado de una toma) y ciertas técnicas de montaje digital. A nadie le importó ese hito cuando el público fue reacio a ver la película, aunque hoy ambas tecnologías son básicas.
Y por cierto y un poco por esa razón, nadie -pero nadie- confiaba en Titanic (Star+). Bueno, quizás solo Steven Spielberg, quien poco después del estreno en 1997 y cuando aún no se había convertido en la aplanadora que fue, dijo que claro que hubiera confiado 200 millones de dólares a James Cameron para hacer esa película, porque era el único que podía llevarla al éxito. Un poco también pensaba lo mismo la Fox, socia de Cameron desde Aliens (1986). Aunque el realizador, enamorado del líquido, había tenido su único fracaso justamente con un rodaje subacuático con El abismo (1989), que le permitió desarrollar efectos especiales, pero causó peleas entre el elenco (Mary Elizabeth Mastrantonio se enojó demasiado con Cameron y no participó de la promoción del film) y gastos exorbitantes. Para Titanic ya no se trataba de inundar un viejo edificio abandonado sino de construir una pileta en pleno mar de Baja California y construir un Titanic apenas un 10% más pequeño que el original para destrozarlo finalmente. Esto implicaba un trabajo de ingeniería demasiado grande y -la peor alergia para un estudio- rodar en el agua. Mientras se resolvía todo esto, la prensa hablaba de un potencial fracaso que iba a hundir definitivamente a la Fox, que finalmente tuvo que asociarse con Paramount para terminar de solventar la producción. Fox jugaba por tercera vez al límite: había tardado diez años, desde mediados de los sesenta, en recuperarse de la gigantesca Cleopatra (que fue un éxito enorme, pero tan caro que tardó en dar ganancias), y Star Wars había sido una jugada al límite, rescatada por productores privados como el marroquí Tarak Ben Ammar. Pero Cameron les había dado buenos resultados salvo con El abismo.
Todos saben el resultado: incluso si Titanic no debutó en el primer puesto y llegó a él recién en su tercera semana, acalló las críticas y a la prensa y se convirtió en el film más visto de la historia (actualizado por inflación hoy está tercero). El boca a boca, la aceptación absoluta del público, construyeron el éxito, y lo mismo sucedería 12 años después con Avatar, aunque en este caso la prensa ya estaba preparada para que el realizador canadiense se saliera con la suya.
Y aunque hoy nos parezca increíble, algo muy parecido sucedió con Matrix (Max, Netflix), de 1999. Los realizadores (entonces hermanos, hoy hermanas) Wachowski apenas tenían una película anterior, el thriller lésbico Bound, con el que habían llamado la atención y algunos elogios, pero no unánimes. Cuando presentaron el proyecto a Warner, nadie sabía de qué se trataba: filosofía y artes marciales, digamos, en una combinación bastante extraña que quienes leyeron el guion no tenían idea de cómo iba a mostrarse en la pantalla. Por eso es que las Wachowski decidieron hacer un storyboard de 600 páginas con artistas de cómic para representar todos y cada uno de los planos de la película. Según Laurence Fishburne, que interpreta a Morpheus en el film, hicieron exactamente lo que habían mostrado. Pero la Warner no quería a Keanu Reeves y pretendía a Johnny Depp en el rol, aunque propuso el film a Val Kilmer y Brad Pitt. La idea era que fueran personas entonces muy taquilleras. Ni Kilmer ni Pitt quisieron (tampoco Gary Oldman como Morpheus), y la cosa quedó entre Depp y Reeves, al que el estudio no quería. Pero entendía la película y finalmente fue la elección de la dirección. La película era una apuesta carísima y la prensa -otra vez- apostaba por un fracaso: sesenta millones de dólares al final del siglo pasado era demasiado para realizadores casi debutantes. Se hizo en Australia para bajar costos y fueron noticia los muchos accidentes y golpes que sufrieron los actores y los dobles (hernias, roturas de cadera, dislocación de miembros) durante el entrenamiento para pelear sostenidos de cables, pesadilla para las aseguradoras. Tampoco se sabía cómo “vender” la película. Pero en parte eso se solventó con un trailer que mostraba las innovaciones técnicas (la “bullet camera”, esa que permite tomar un plano en 360° de una acción a velocidad normal) y el tema “ciber”, clave en aquellos tiempos de la primera Internet.
Trailer de la película Matrix - Fuente: YouTubeOtra vez, fue la sincronía con el público y que el film satisfizo también a la crítica. Como en los otros casos, la película no solo formaba parte de la conversación pública, sino que lo hacía de manera positiva. Creaba formas nuevas, además, y esa conjunción de aceptación inmediata, sincronía con su tiempo y novedad la convirtió en algo icónico que se volvió fenómeno cultural más allá del cine. El mismo tipo de recepción de las demás nombradas, porque -clave y fundamental- el centro de un fenómeno debe ser una buena película en perfecta sincronía con el público de su tiempo y con los deseos del realizador. En esos casos, ni la más feroz campaña de prensa en contra, ni lo que opinen o dejen de opinar quienes participan en ellas, ni las emergencias presupuestarias evitan el éxito. Cuando se construye un film desde un comité sin escuchar al público, sin comprender sus verdaderas tendencias, sin atender a eso tan inasible como “la calle”, el fracaso es una posibilidad mucho más cercana. Vox populi, vox bussiness.