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Dolor, desidia y muerte en las entrañas de la tierra

«Pasan por la puerta los hombres y su muerto».Escribí estas palabras hace veinte años, cuando trabajaba en la revista Gente, la redacción que me enseñó a pisar la calle y a volver de ...

Dolor, desidia y muerte en las entrañas de la tierra

«Pasan por la puerta los hombres y su muerto».Escribí estas palabras hace veinte años, cuando trabajaba en la revista Gente, la redacción que me enseñó a pisar la calle y a volver de ...

«Pasan por la puerta los hombres y su muerto».

Escribí estas palabras hace veinte años, cuando trabajaba en la revista Gente, la redacción que me enseñó a pisar la calle y a volver de ella con una historia para contar.

Reviso hoy aquel viaje a las minas de Río Turbio y me encuentro con la viuda que yo mismo escribí, mentando una canción de Horacio Guarany.

¿Por qué no fui a buscar esos versos, a mis treinta? ¿Por qué lo estoy haciendo a mis cincuenta, ahora recién?

Veinte años después, los versos siguen diciendo:

No te cases con minero,

su novia es la dinamita.

Ella en un beso violento

cualquier día te lo quita.

No te cases con minero,

la silicosis lo ama.

Y a dos metros bajo tierra

le está tendiendo la cama.

No te cases con minero,

le gusta cavar la tierra.

Él mismo arma las bocas

con que lo devora ella.

Negro carbón de la mina. Negro trabajador golondrina. Negro del páramo andino que en el negro estómago de la montaña viene a dejar la vida.

1.

—¡Levantáte, papi! ¡Por favor, levantáte de ahí!

La voz viene de allá adelante, donde se apiña el gentío. Parece de una mujer joven, tal vez la voz de una adolescente. Yo cogoteo entre un mar de cascos con lámparas encendidas, pero no logro verla.

—¡Basta, ya está, te levantás, papi, te levantás, te digo!

Con los gritos llegan también unos golpes secos. El cielo está limpio y el aire de la precordillera nos va helando la cara a las quinientas personas que llenamos el humilde cementerio de campo, en las afueras de Río Turbio.

—¡Levantáte, ya mismo te levantás!

De a poco, el grito, la orden, como rindiéndose, como entregándose a la capitulación de lo que no concederá un reverso, se va transformando en puro llanto hasta que solo se oyen el espasmo y el ahogo. Alguien que viene saliendo me susurra: «Es Romina, la hija». Se escuchan entonces los golpes finales de las paladas de tierra sobre la madera lustrosa que aloja el cuerpo muerto de Miguel Antonio Cardozo, minero. Después, un silencio macizo. Nadie se mueve. El barro se escarcha bajo los pies.

Cardozo, treinta y nueve años, la cara ancha y joven, había pasado ese lunes por la casa de su exmujer con la intención de saludar a sus hijas: Romina, la mayor, de dieciocho, que ya le había dado un nieto, Lucas; Micaela, de doce, y Agustina, de cuatro. Después, como lo venía haciendo en estos últimos veinte años, enfiló para la mina cinco: era mecánico de montaje, ganaba mil doscientos pesos y había vuelto, después de tres años, al tercer turno, el que va de veintidós a seis. Llevaba poco más de media hora trabajando seiscientos metros bajo tierra cuando el rodillo atorado de una cinta transportadora hizo chispa a la altura de la unión nueve y encendió el aire que, dentro de la mina, no es aire, sino una mezcla de polvillo de carbón y gas metano. El fuego se extendió por los túneles, quemó los soportes de madera, los arcos de hierro que aguantan el peso de la montaña se doblaron, y entonces el derrumbe sepultó hombres y máquinas. El chofer, Héctor Rebollo, puso en marcha la perrera con la que transportaba a los operarios hasta el interior de la mina, subió a unos cuarenta compañeros y le dio para adelante. Algo, un muro, una juntura de hierro en el camino, lo detuvo. Ciegos, envueltos en un humo negro irrespirable que volvió inútiles las lámparas de los cascos, los que pudieron avanzar avanzaron a pie. Héctor Rebollo no pudo. Miguel Cardozo tampoco. Sus cuerpos sin vida, junto con los cuerpos de otros doce compañeros, fueron encontrados a lo largo de una semana de rescates. Es la mayor tragedia en la historia de Yacimiento Carbonífero Río Turbio (YCRT), la mina de carbón que les da trabajo a mil empleados y cuya producción alcanza las doscientas mil toneladas al año.

Para ubicar la casa de los Cabrera, en el barrio Eva Perón, hubo primero que buscar la despensa El Colorado. «Ahí al ladito estamos», me había dicho por teléfono Carmen Soloza, cincuenta y cinco años, salteña como su esposo, Ricardo Cabrera, cuyo cuerpo fue uno de los primeros en ser hallados.

En el living apretado y oscuro, una mesa redonda ocupa casi todo el espacio. Alrededor se sentó toda la familia: los hijos, la viuda, los hermanos que llegaron de Orán, Salta, y los nietos. En el centro, con la solemnidad rural de los velorios en casa, solita en su marco de madera, una foto del «Pa», como todos llamaban a este salteño de cincuenta y tres años que en 1979 entró a la mina por primera vez.

Para Carmen, la mina es una mina, es decir, una mujer, una amante que enamora a los mineros, los saca de sus casas y, a veces, también los mata.

—«No te cases con minero», dice una canción de Horacio Guarany, y dice bien —se lamenta Carmen, que hunde la cara entre las manos, y ahí adentro decide quedarse.

Frente a ella, al otro lado de la foto, Ariel, de veintinueve, y Daniel, de veintiséis, hijos del Pa y mineros como él, dicen a coro lo que su mamá sabe que van a decir y odia que lo digan:

—No vemos la hora de volver a la mina.

Entonces Carmen sale de entre sus manos y, sin mirarlos, levanta la voz:

—¿No le digo? La mina los atrapa. Le atrapa a una el marido y después le atrapa a los hijos. Igualito a como dice la leyenda de la viuda negra, ¿sabe? Dicen que el espíritu de una viuda anda dentro de la mina y va coqueteándoles a los hombres, a toditos los emboba la viuda, hasta que elige a uno, o a varios, y, para llevárselos, los mata. A mí me mató al Pa.

Pueblo límite

En un sitio que no ofrece más trabajo que el trabajo de sacarle el carbón a la tierra, los hijos de los mineros no tienen más chances que volverse mineros, y los hijos de esos hijos también. Allí, en Río Turbio, la mina es todo lo que hay.

A tres mil kilómetros de la Capital Federal, a solo veinte de la frontera con Chile, los diez mil habitantes de Turbio no solo están lejos, también están apartados. En los últimos años se han mejorado las rutas, pero aún no hay forma de llegar sino a través de un largo ripio que serpentea entre los cerros. Los diarios de Río Gallegos llegan después de las cinco de la tarde. Los de Buenos Aires, si llegan, recién a la noche. Las calles son irregulares y aún quedan quonsets, casas de chapa acanalada con la forma de un medio cilindro extendido sobre el suelo. Todas, las quonsets y las de techos regulares, están pintadas de celestes, naranjas, colores vivos que, como en la Antártida, se recortan sobre la nieve.

En las mañanas conviene caminar con cuidado: una fina capa de hielo cubre las veredas y las vuelve resbalosas. La noche llega rápido: después de la seis, el sol de junio desaparece.

En la entrada del pueblo, sobre la avenida Jorge Newbery, hay una estación de servicio, y las quince personas que llenan las mesitas las llenan porque allí hay una tele, y en la tele hay una final. La temperatura afuera es de un grado.

En el playón, los parabrisas se congelan. Le va a pegar el chileno Salas: adentro.

Desde la puerta, allá lejos, viniendo del este por lo que todavía es ruta, unos faros avanzan lento, como luces de a pie. Es jueves, la noticia de cuatro mineros muertos y diez desaparecidos sacude a Río Turbio. Le pega Schiavi: adentro.

Las luces ahora están más cerca, se nota que son un pequeño montón que ilumina el asfalto escarchado. Van viniendo, despacio. Frente a la pantalla, los quince ahora son veinte, entró más gente a ver cómo termina todo. Le pega Montenegro: adentro.

La caravana (ya está claro que se trata de una caravana) es encabezada por algo que tal vez sea una ambulancia, o una combi blanca de traslados. Todavía no se distingue, la noche de Turbio es negra como el carbón. En las mesitas nadie se mueve. No hay otra cosa que ojos sobre la imagen y gritos de gol a intervalos regulares. Del otro lado del vidrio, a cincuenta metros, el cortejo camina. Los autos van a paso de hombre. Sí, era una ambulancia. Le pegó Burdisso, fue gol: ahí viene Maxi López.

El cuerpo sin vida de José Alvarado Díaz, chileno como Salas, va dentro de la ambulancia. Detrás, una fila de autos y mineros de a pie lo siguen en silencio. Alguien recuerda que a la tarde la radio dijo algo sobre un nuevo cuerpo encontrado en la mina. Pasan por la puerta los hombres y su muerto. En unos minutos, estarán velándolo en el gimnasio municipal. Abbondanzieri ya hizo su estirada. Ahí va a pegarle Javier Villarreal.

Historia y abandono

El derrumbe que mató a los catorce mineros que trabajaban en Yacimiento Carbonífero Río Turbio había comenzado en los noventa, cuando lo que se derrumbó fueron la inversión y el control. En 1994, YCRT pasó de la órbita del Estado a manos privadas. El grupo que se quedó con la concesión tenía como cabeza al empresario Sergio Taselli, hoy al frente de la cuestionada empresa de trenes Metropolitano. Según Raúl Wanso, secretario general de ATE Río Turbio —el gremio que agrupa a los trabajadores de la mina—, «esta tragedia ocurrió porque, desde hace años, la empresa dejó de invertir en seguridad. La mina funciona con una tecnología atrasada veinte años».

En 2002, el estado de deterioro era tal que el gobierno de Duhalde intervino YCRT, recuperándola para el Estado. Hace tres semanas, el presidente Néstor Kirchner anunció, rodeado de mineros con sus cascos, inversiones por trescientos millones. Durante el acto, descubrió una placa junto a un minero delegado. Luego le dio la mano. Nicolás Arancibia moriría unas semanas después, sepultado por el derrumbe de esta historia. Daniel Caamaño, juez federal de Río Gallegos, tiene en sus manos la causa que intentará dar con los responsables de tanta muerte bajo tierra.

Hay pocos de por aquí: la mayoría de los trabajadores de la mina vinieron con la migración interna de los setenta. Riojanos, tucumanos, salteños que buscaron el sur rico y con el empleo que el norte les negaba. Por esos años, el pueblo vivía su esplendor, la mina les daba trabajo a cinco mil hombres con familia, y tanto Río Turbio como 28 de Noviembre, el pueblo de al lado, se llenaban de casitas con techos de chapa. La historia de Río Turbio es un correlato de la historia argentina reciente y de su reciente derrumbe. Que los muertos, con su muerte, puedan cambiarla.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/conversaciones-de-domingo/dolor-desidia-y-muerte-en-las-entranas-de-la-tierra-nid30032025/

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