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El monstruo de Amstetten. Encerró a su hija en el sótano de su casa y la violó durante 24 años

Amstetten es una ciudad prolija en el corazón de Austria. Casas de techos bajos, jardines bien podados, silencio respetuoso. Nadie esperaba que ahí, en una calle cualquiera, durante 24 años, una...

El monstruo de Amstetten. Encerró a su hija en el sótano de su casa y la violó durante 24 años

Amstetten es una ciudad prolija en el corazón de Austria. Casas de techos bajos, jardines bien podados, silencio respetuoso. Nadie esperaba que ahí, en una calle cualquiera, durante 24 años, una...

Amstetten es una ciudad prolija en el corazón de Austria. Casas de techos bajos, jardines bien podados, silencio respetuoso. Nadie esperaba que ahí, en una calle cualquiera, durante 24 años, una joven mujer viviera bajo tierra, sin luz, sin voz, sin salida. Nadie sospechaba que su carcelero era su propio padre: Josef Fritzl.

Antes de ser “el chacal de Austria” o “el monstruo de Amstetten”, Fritzl fue un hombre como tantos: ingeniero, esposo, propietario de varios inmuebles. En el barrio se lo conocía por su carácter severo y su costumbre de hacer arreglos en el sótano de su casa. Nada extraordinario. Sólo que allí abajo, detrás de una estantería, oculto tras una pesada puerta de hormigón con cerradura electrónica, Fritzl había construido una prisión. Y allí encerró a su hija Elisabeth durante 24 años.

El comienzo del encierro

Elisabeth desapareció el 28 de agosto de 1984. Tenía 18 años. La policía recibió una denuncia de su madre, Rosemarie. A los pocos días, Josef apareció con una carta manuscrita, supuestamente enviada por su hija, en la que explicaba que había abandonado su hogar para unirse a una secta religiosa y pedía que no la buscaran. Nadie cuestionó demasiado. La historia parecía verosímil. No era la primera joven que escapaba de casa en los años ochenta. La policía cerró el caso.

Lo que nadie sabía (ni su madre, ni sus hermanos, ni los vecinos que pasaban por la vereda) era que Elisabeth estaba a metros de allí, encerrada en un cuarto sin ventanas. Drogada, esposada a una columna, y a merced de su padre.

“Grité muchas veces durante todos esos años, pero nadie me escuchó”, diría ella décadas más tarde.

Durante los primeros meses, Josef la golpeaba, la violaba, le racionaba la comida. Con el tiempo, le permitió moverse más libremente dentro del sótano, que fue ampliando poco a poco: un baño rudimentario, una cocina, otra habitación. En total, unos 40 metros cuadrados sin ventilación natural, con techos bajos y olor a encierro.

La farsa de la secta y los niños dejados en la puerta

La mentira de la secta fue su coartada durante años. Josef Fritzl no solo ocultó a su hija: también ocultó a los hijos que tuvo con ella. Entre 1988 y 2003, Elisabeth dio a luz a siete niños. Uno murió a los tres días, por falta de asistencia médica. Fritzl incineró el cuerpo en la caldera.

De los seis restantes, tres permanecieron con su madre en el sótano. Los otros tres fueron entregados por el propio Fritzl en la puerta de su casa, con notas supuestamente escritas por Elisabeth, que pedía que los criaran. Así lo hicieron. Rosemarie y Josef se presentaban como abuelos adoptivos. Y el Estado austríaco aceptó la historia.

En 1992, apareció Lisa. En 1994, Monika. En 1996, Alexander. Todos con sus cartas. Las autoridades, los médicos, los trabajadores sociales... todos creyeron. ¿Por qué no creer? Josef Fritzl era un ciudadano sin antecedentes visibles. Nadie había revisado su pasado.

Aunque hubo un detalle que pudo haber cambiado todo. En 1967, Fritzl había sido condenado por violación. Estuvo preso 18 meses. Pero la ley austríaca permitía borrar antecedentes luego de quince años. Así que, en los papeles, era un hombre limpio. Y su palabra bastaba.

Mientras los tres niños criados arriba iban a la escuela y jugaban en el jardín, sus tres hermanos (Kerstin, Stefan y Felix) vivían bajo tierra, sin ver el sol, sin saber qué era una calle, una bicicleta, un perro.

Elisabeth hizo lo que pudo. Les enseñó a leer y escribir. Les inventó juegos. Les enseñó a hablar con un mínimo de claridad. Josef controlaba todo. Bajaba cada noche con comida, apagaba las luces desde afuera, les prohibía hacer ruido durante ciertas horas. Les decía que había un sistema de gas que podía activarse si intentaban escapar. A veces, simplemente los dejaba a oscuras durante días. “Aplicaba a sus actos aberrantes la misma dedicación con que otros armarían un tren eléctrico a escala”, escribiría Der Spiegel.

El colapso

El 19 de abril de 2008, el castillo de mentiras comenzó a tambalear. Kerstin, la hija mayor nacida en el sótano, se enfermó gravemente. Estaba inconsciente. Elisabeth suplicó a su padre que la llevara a un hospital. Josef dudó, pero la situación era crítica. Llevó a la joven al hospital de Amstetten y dijo ser su abuelo.

Los médicos no tardaron en sospechar. Kerstin no tenía documento, ni historia clínica, ni contacto con el exterior.

El 26 de abril, Fritzl liberó a su hija y a los dos hijos que aún quedaban en el sótano. Dijo que Elisabeth había regresado, que quería ver a Kerstin. Fue una reunión en el hospital. Allí, ante la policía, Elisabeth puso fin al encierro: pidió garantías de que no volvería a ver a su padre, y habló. Contó todo.

La confesión

Josef Fritzl fue arrestado esa misma noche. Dos días después, confesó. Dijo que la había encerrado porque tenía que “crear un lugar donde pudiera mantener a Elisabeth, por la fuerza si era necesario, alejada del mundo exterior”. Admitió las violaciones, los hijos, el encierro. “Nací para la violación”, diría luego a la psiquiatra forense Adelheid Kastner. “Se convirtió en una adicción.”

El horror era total. Las pruebas de ADN confirmaron que Fritzl era el padre de todos los hijos de Elisabeth. Los periodistas del mundo entero llegaron a Amstetten. La casa fue acordonada. Los vecinos no podían creerlo. La comunidad estaba en shock. Nadie entendía cómo algo así había ocurrido durante tanto tiempo sin que nadie lo notara.

La madre de Elisabeth, Rosemarie, aseguró no haber sabido nada. Elisabeth la exculpó. Rosemarie se divorció de Josef en 2012.

El juicio

El 16 de marzo de 2009 comenzó el juicio en Sankt Pölten. Josef Fritzl llegó esposado, con una carpeta azul cubriéndole el rostro. En la primera audiencia, se declaró culpable de incesto, violación y secuestro, pero no de homicidio ni esclavitud.

Todo cambió cuando se proyectó el testimonio grabado de Elisabeth. Fueron once horas. Describió cada etapa del encierro, cada golpe, cada parto en soledad, cada castigo. “Debería haber hecho algo para salvarlo”, dijo Fritzl cuando se refirió al bebé muerto en 1996.

El impacto fue inmediato. En la tercera jornada, Fritzl se quebró. Frente a la jueza Andrea Humer, dijo: “Reconozco que soy culpable de todos los cargos”. Agachó la cabeza. Su voz era apenas un murmullo. “Lamento lo que hice. Me doy cuenta ahora, por primera vez, de lo cruel que fui.”

El 19 de marzo, el jurado deliberó durante unas pocas horas. Lo declaró culpable de todos los cargos. La sentencia fue cadena perpetua en una prisión especial para criminales con trastornos mentales.

“Acepto la sentencia”, dijo Fritzl. Era la última vez que hablaría en público.

Josef Fritzl fue trasladado al ala psiquiátrica de la prisión de Stein. Con el tiempo, cambió su apellido por “Mayrhoff”, tras ser agredido por otros presos. En 2023, con 88 años, sus abogados pidieron la revisión de su caso: dijeron que estaba débil, que ya no representaba un peligro. Un informe médico incluso sostenía que ya no era “peligroso”.

Pero el tribunal fue tajante. En enero de 2024, rechazó la solicitud de libertad anticipada. Aunque permitieron su traslado a una cárcel común, decidieron que debía permanecer preso de por vida. Josef Fritzl moriría entre rejas.

El caso de Josef Fritzl sacudió a Austria hasta los cimientos. La ministra de Justicia, Maria Berger, reconoció errores: “Fuimos ingenuos al creer la historia de la secta”, dijo. La ley que permitía borrar antecedentes de violación después de 15 años fue duramente cuestionada. El sistema falló. Nadie controló. Nadie sospechó.

Se revisaron protocolos, se reforzaron controles a familias que criaban hijos fuera del sistema escolar. Se prometió que algo así no volvería a pasar.

La casa donde ocurrieron los hechos fue tapiada. En 2013, a pedido de la familia, el sótano fue rellenado con hormigón. “Ojalá así la tranquilidad vuelva”, dijo una vecina. En Amstetten, nadie quiere hablar del tema. No hay placas. No hay memoriales. Solo silencio.

Elisabeth Fritzl y sus seis hijos sobrevivientes recibieron atención médica y psicológica inmediata. Los que crecieron bajo tierra mostraban signos claros de trauma: deficiencias físicas, miedo a los espacios abiertos, problemas para hablar. Kerstin, la joven cuya enfermedad desató el colapso del plan de Fritzl, estuvo en coma varios días. Logró recuperarse.

Los hijos criados en la superficie también necesitaron terapia. Descubrieron que sus “hermanos” eran en realidad hermanos y sobrinos a la vez. Que su madre era su hermana. Que su abuelo era su padre.

Elisabeth, que tenía 42 años al recuperar la libertad, empezó de cero. Cambió de nombre. Se mudó con sus hijos a una vivienda protegida, lejos de Amstetten. Según trascendió, rehizo su vida. No ha hablado nunca en público. Y nadie se los reprocha.

Hoy, miércoles 9 de abril, Josef Fritzl cumplió 90 años. Está encerrado en la prisión de Stein. Vive en una celda común. Apenas se mueve. Pasa los días en silencio, lejos del sótano donde construyó su pequeño imperio de horror.

Ya no es un hombre. Es un símbolo. El de lo peor que puede esconderse en un hogar, en una familia, en una sociedad.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/lifestyle/el-monstruo-de-amstetten-encerro-a-su-hija-en-el-sotano-de-su-casa-y-la-violo-durante-24-anos-nid09042025/

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