El peligroso aislamiento de la Argentina de la agenda climática global
La retirada de la delegación argentina de la COP29 (Conferencia de las Partes de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático) en Bakú, Azerbaiyán, es un gesto que algunos cel...
La retirada de la delegación argentina de la COP29 (Conferencia de las Partes de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático) en Bakú, Azerbaiyán, es un gesto que algunos celebrarán como un desplante a la hipocresía de las cumbres internacionales. Pero esa lectura, más que un análisis, es una excusa. El multilateralismo no es un club con una sola regla; es un pluriverso, una interminable gimnasia de concesiones que no se agota, además, en el marco de Naciones Unidas. Quien lo abandona no está haciendo una declaración de independencia, sino de incapacidad. Confunde fuerza con intransigencia, liderazgo con aislamiento.
Las cumbres de clima son generalmente frustrantes, claro. Producen más promesas que resultados, y quienes participan a menudo juegan roles diseñados para impresionar a sus audiencias domésticas. Pero ese es precisamente el punto: el multilateralismo no promete soluciones perfectas, sino marcos para que los líderes –con todas sus contradicciones– negocien sus intereses. Un país que se margina no trasciende esas dinámicas; simplemente renuncia a influir en ellas.
En las últimas tres décadas, y bajo todas las administraciones, la Argentina jugó un papel responsable, aunque por momentos limitado, en las negociaciones climáticas, llegando a ser sede de dos COPs: en 1998 bajo el gobierno de Carlos Menem y en 2004 durante el gobierno de Néstor Kirchner. Sin recursos y con prioridades económicas urgentes, su contribución nunca fue la de un peso pesado global, pero tampoco la de un saboteador. Fue un actor intermedio pero comprometido con las reglas de juego, dispuesto a negociar. Participar en las COPs fue un reconocimiento de que la política climática no es solo un imperativo ambiental, sino un terreno donde se negocian las condiciones del desarrollo de las naciones.
Con la retirada de la COP29 bajo el gobierno de Javier Milei, este equilibrio precario pero constructivo ha sido dinamitado. Milei no solo descarta las cumbres multilaterales como un desperdicio de tiempo y recursos; niega la ciencia del clima y, con ello, el marco mismo en el que se articulan las soluciones globales. No es una ruptura estratégica para maximizar beneficios; es una declaración ideológica de indiferencia ante el mayor desafío colectivo de nuestra era. Para un gobierno como el argentino, con una economía dependiente de sectores intensivos en carbono y vulnerable al cambio climático, la retirada de la COP29 es un error estratégico. Cualquier concesión en el multilateralismo es un movimiento calculado hacia objetivos más grandes: financiamiento, tecnología, mercados, seguridad, pertenencia. Pero retirarse es abdicar de esa gimnasia, aceptando la marginalidad como destino para el país, y sobre todo para su sector privado.
Con este exabrupto, el gobierno argentino no sólo se excluye de las negociaciones climáticas en el ámbito de las Naciones Unidas, sino que también obstaculiza acuerdos comerciales en proceso, como el que encara el Mercosur con la Unión Europea; frustra el acceso a grupos o foros internacionales de los que quiere ser parte, como la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico), y coloca al país en una posición marginal en el G20. En todos los casos, la cuestión climática ranquea al tope de la agenda en debate con acciones concretas referenciadas en el Acuerdo de París y sus objetivos. Además de todo, erosiona la relación con los países vecinos como Uruguay y Brasil, con los que ha venido formando parte de grupos de negociación en las conferencias climáticas.
Este giro es profundamente negativo, no solo porque priva a la Argentina de un lugar a partir del cual puede diseñar su inserción en el sistema internacional, sino porque envía un mensaje peligroso: que el negacionismo climático tiene cabida en un mundo que ya no tiene margen para ese tipo de ilusiones. En su rechazo al cambio climático como hecho científico, Milei no está desafiando el sistema; está optando por el aislamiento intelectual y político, dejando a la Argentina afuera de los espacios en los que se redefine el poder y la prosperidad global. A pesar de los que pueda creer el presidente Milei, la autoexclusión de la Argentina no tendrá ningún impacto en la continuidad de las negociaciones, y la transición hacia una economía carbono neutral, aunque lenta y llena de obstáculos, seguirá avanzando.
Un líder que niega el cambio climático revela más sobre su modelo mental que sobre la ciencia. Prefiere certezas simples a complejidades incómodas, ideología a evidencia, y narrativa a responsabilidad. Es una apuesta por el cortoplacismo político, desconectada de la realidad y de los costos que enfrentará su sociedad. Un líder con estas características nos dice, en esencia, que no le habla al mundo ni a la ciencia, sino a una base política que prioriza la fidelidad ideológica por encima de la realidad. El negacionismo no solo rechaza un consenso científico, sino el método que lo produce: la acumulación de evidencia, la revisión por pares, y la construcción colectiva del conocimiento. Es, en esencia, una desconexión con la cultura misma de la ciencia.
Salvo excepciones, la clase política argentina no ha reaccionado. La relevancia de la acción y sus implicancias para el desarrollo del país no han sido dimensionadas hasta ahora. La agenda de la inmediatez y de la pequeñez de la política parecen haber adormecido a la mayoría de los dirigentes de la oposición, que permanecen impávidos ante la autoexclusión de la Argentina del mundo. Es cierto que el desinterés por la agenda ambiental es de larga data, pero los límites que se vienen atravesando deberían alarmar a todos aquellos que tienen ambiciones políticas más allá de las próximas elecciones.
Además de las consecuencias generales para el país, el sector privado será el mayor afectado, debido a los requerimientos crecientes que imponen los mercados y los organismos de financiamiento en relación con el cumplimiento de estándares ambientales y sociales y a los compromisos asumidos internacionalmente por el país de pertenencia. Es así que, abandonar la conversación climática tiene un costo económico directo y estratégico. Sin un asiento en la mesa, un país pierde acceso a financiamiento internacional, tecnología verde y mercados preferenciales que se están reconfigurando alrededor de las normas climáticas. Además, sacrifica la oportunidad de influir en reglas que inevitablemente impactarán su economía, como los ajustes de carbono en frontera o el mercado de carbono. Es quedarse fuera de un juego que seguirá jugándose, y que necesariamente nos impactará.
El Gobierno no ha dado explicaciones de esta decisión, ni a la sociedad argentina, ni al Congreso de la Nación, ni a sus pares en Naciones Unidas, ni a sus socios en los grupos de negociación. Es que cuando se actúa solo por ideología es difícil argumentar las acciones.
La retirada de la COP29 no es simplemente un paso atrás; es un abandono de la responsabilidad. Y cuando el multilateralismo es la gimnasia de las concesiones, dejar de practicarlo no es fortaleza: es rendición.
Merke es profesor asociado de la Universidad de San Andrés; Testa, directora del Círculo de Políticas Ambientales