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El primer hombre en el espacio: el obrero que se convirtió en héroe nacional y la incógnita que dejó su muerte

La mañana del 12 de abril de 1961, en medio del tenso silencio de la Guerra Fría, un rugido estremeció la tierra desde un rincón de Kazajistán, antigua Unión Soviética (URSS). Era el despegu...

El primer hombre en el espacio: el obrero que se convirtió en héroe nacional y la incógnita que dejó su muerte

La mañana del 12 de abril de 1961, en medio del tenso silencio de la Guerra Fría, un rugido estremeció la tierra desde un rincón de Kazajistán, antigua Unión Soviética (URSS). Era el despegu...

La mañana del 12 de abril de 1961, en medio del tenso silencio de la Guerra Fría, un rugido estremeció la tierra desde un rincón de Kazajistán, antigua Unión Soviética (URSS). Era el despegue del cohete que llevaba a Yuri Gagarin al espacio. “Todo lo que he vivido hasta ahora me ha llevado a este momento”, dijo el joven de 27 años antes de subir a bordo de la nave Vostok 1. Su vuelo duró apenas 108 minutos, pero fue suficiente para cambiar el curso de la historia.

Gagarin no solo fue el primer humano en viajar al espacio y contemplar la Tierra desde las alturas, sino que también se convirtió, casi de inmediato, en un símbolo nacional. Un héroe que despertó asombro y orgullo tanto dentro como fuera de la Unión Soviética. Sin embargo, detrás de aquella hazaña se ocultó otra historia, menos conocida y más compleja: la de un hombre que pasó del anonimato a la fama en un abrir y cerrar de ojos… y cuyo final quedaría envuelto en el misterio.

¿Quién era Yuri Gagarin?

Antes de convertirse en leyenda, Yuri Alekséyevich Gagarin era un chico de campo, el tercero de cuatro hermanos, hijo de un carpintero y de una ama de casa y vendedora de leche. Nació el 9 de marzo de 1934 en una granja colectiva de Klúshino, una pequeña aldea ubicada a 200 kilómetros de Moscú. Su infancia no fue fácil, estuvo marcada por la dureza de la guerra. Durante la ocupación nazi, su casa fue tomada por soldados alemanes y su familia se vio obligada a construir una casilla de barro en el fondo del terreno, de apenas nueve metros cuadrados. Allí vivieron apiñados durante 21 meses, hasta que los ocupantes se marcharon. En 1943, sus hermanos mayores, Valentín y Zoya, fueron deportados a la fuerza a Polonia para trabajar como mano de obra esclava, y no pudieron regresar hasta el final de la guerra, dos años más tarde.

Fue también en aquellos años oscuros cuando Yuri sintió por primera vez una fascinación por los aviones. Participó en el rescate de un piloto soviético cuya nave había sido derribada por las tropas alemanas y ese evento lo marcó. Aunque solía acompañar a su padre en la carpintería, a los 14 años comprendió que ese no era su destino. Un día, con la determinación temblorosa de quien empieza a soñar en grande, le confesó a su padre que quería dejar el taller, irse a una ciudad grande y estudiar. Su deseo era claro: él quería volar.

El padre, Alexey Ivanovich Gagarin, lo escuchó en silencio. Dicen que luego tomó dos piezas de madera: un tronco en bruto y una viga ya pulida. “La vida se parece a esto”, dijo. “El tronco, aunque tosco, sigue siendo lo que es, auténtico. La viga, por más que brille, perdió su forma original. Haz lo que sientas, pero no olvides esto”. Fue su forma de decirle, con ternura y sabiduría, que podía irse, transformarse, volar tan alto como quisiera… pero sin perder su esencia, sin olvidar quién era ni de dónde venía.

Al día siguiente, con la bendición de su padre y lleno de sueños, Yuri partió hacia Sarátov, una ciudad ubicada a unos 800 kilómetros al sur de Moscú. Allí comenzó a trabajar como obrero en una fábrica metalúrgica. En 1954 se inscribió en el aeroclub local y dio sus primeros pasos en la aviación, pilotando aviones ligeros. Con cada hora en el aire, su entusiasmo crecía. Más tarde, tras completar sus estudios técnicos, ingresó en la Escuela Militar de Pilotos de Oremburgo. Fue allí donde conoció a Valentina Goryacheva, con quien se casó en 1957.

Hacia finales de la década del cincuenta, la Unión Soviética vivía una auténtica fiebre espacial. El exitoso lanzamiento del Sputnik 1 en 1957, el primer satélite artificial del mundo, seguido por el Sputnik 2, que llevó a la perrita Laika al espacio, había encendido el orgullo nacional y el entusiasmo colectivo. En ese clima de euforia y competencia, el gobierno lanzó una convocatoria dirigida exclusivamente a pilotos militares. No se brindaban demasiados detalles, pero los rumores eran insistentes. Motivado por su vocación y una curiosidad irreprimible, Yuri se presentó sin dudarlo, sin saber todavía que acababa de dar el primer paso hacia la inmortalidad.

La selección: “Ideal del hombre soviético”

De entre más de 3000 postulantes, Gagarin fue uno de los veinte seleccionados para integrar un grupo secreto y muy especial: futuros cosmonautas que serían entrenados en silencio para cumplir una misión tan ambiciosa como simbólica, la de poner al primer hombre en el espacio y adelantarse así a los Estados Unidos en la carrera espacial. Vale aclarar que cosmonauta y astronauta designan a personas entrenadas para viajar al espacio, pero la diferencia entre ambos términos es principalmente geopolítica y lingüística. “Cosmonauta” se utilizó en Rusia y en países de influencia soviética, y proviene del ruso kosmonavt, derivado del griego kosmos (universo) y nautes (navegante). En cambio, “astronauta” es el término adoptado por Estados Unidos y la mayoría de los países occidentales, y deriva del griego astron (estrella) y nautes. Más allá de las palabras, sus funciones son equivalentes: explorar el espacio, representar a sus países y, en aquel entonces, ser pioneros de una nueva era.

Volviendo a la selección de Gagarin, se necesitaban candidatos con experiencia, resistencia y temple, pero también con un perfil ideológico que representara el ideal soviético. Detrás de todo estaba Serguéi Pávlovich Korolev, el gran arquitecto del programa espacial soviético. Él tenía a su cargo talleres altamente especializados en la URSS y asumió la responsabilidad de diseñar los primeros cohetes capaces de transportar seres vivos fuera de la Tierra.

Durante el proceso, Yuri fue superando cada etapa con disciplina y humildad. No solo obtenía los mejores puntajes en los entrenamientos, sino que además tenía una ventaja física importante: medía apenas 1,57 metros, lo que lo convirtió en el candidato ideal para entrar en la pequeña cápsula de la nave Vostok.

Pero hubo algo más, algo que terminó de inclinar definitivamente la balanza a su favor. Gagarin no solo era un piloto excepcional y el favorito de Korolev: también encarnaba a la perfección el ideal del hombre soviético. Provenía de una familia humilde y para el poder soviético, poner a un hijo del pueblo (un trabajador, un muchacho de campo) en el espacio, era una forma potente de decirle al mundo: “miren de lo que somos capaces”.

El nacimiento de un héroe

El 12 de abril de 1961, a las 9:07 de la mañana (hora de Moscú), un cohete salió de la base de Baikonur, en Kazajistán. En su punta, dentro de una cápsula llamada Vostok 1, viajaba Gagarin. Minutos antes abordar, con la calma solemne de quien sabe que está a punto de hacer historia, pronunció unas palabras: “Queridos amigos, conocidos y desconocidos, mis queridos compatriotas y a toda la gente del mundo. En los próximos minutos, una poderosa nave espacial me llevará a los distantes espacios del universo. Toda mi vida me parece ahora un único y hermoso momento. Todo lo que he hecho y vivido ha sido para esto”.

Pero también sabía que podía no volver. Por eso, la noche anterior dejó una carta a su esposa, Valentina, que debía ser entregada solo si la misión fracasaba: “Si algo me sucede, les pido a ustedes y, en primer lugar, a ti, Valentina, que no mueran de pena. Al fin y al cabo, la vida es vida y nadie tiene la garantía de que mañana un auto no lo atropelle. Por favor, cuida a nuestras hijas, ámalas como las amo yo. Por favor, críalas, que no sean unas niñas de mamá que no saben hacer nada, sino como personas de verdad, que no teman en el futuro los golpes de la vida. Y planea tu vida personal, como te dicte la conciencia y como sea mejor para ti. No te impongo ninguna obligación y no tengo derecho a hacerlo”, decía.

Cuando llegó el momento, cuando todo estuvo listo, Gagarin sonrió. Y con una mezcla de coraje y alegría gritó con fuerza una palabra que marcaría el inicio de una nueva era: “¡Poyéjali!” (“¡Allá vamos!” en ruso).

La nave era pequeña y rudimentaria. Tenía controles limitados y el vuelo estaba casi por completo automatizado. Gagarin iba solo, atado a su asiento, con el cuerpo presionado por la fuerza del despegue. La trayectoria consistió en una única órbita alrededor del planeta. Alcanzó una altitud de 327 kilómetros y una velocidad de más de 27.000 km/h. Desde esa altura, vio lo que nadie había visto jamás: la Tierra, redonda y azul, flotando en el vacío del espacio.

Durante los 108 minutos que duró su viaje, Gagarin orbitó en soledad, pero su voz cruzó el silencio y llegó nítida a la base de control. “Estoy viendo la Tierra. ¡Es tan hermosa! ¡Es azul!”, exclamó, maravillado. Y, como quien observa un milagro por la ventana, agregó: “La visibilidad es buena. Veo el horizonte. Hay una aureola. Es una vista muy hermosa”. Algunas de estas frases fueron difundidas por los controladores soviéticos; otras permanecieron en silencio durante años. En plena Guerra Fría, la URSS manejó con extremo cuidado cada palabra, cada imagen.

Durante su histórico vuelo, Gagarin utilizó el nombre en clave “Kedr”, que en ruso significa cedro. Por su parte, los operadores desde tierra también tenían nombres en clave: “Zaryá”, que quiere decir aurora, y “Vesná”, que significa primavera. Estos códigos eran parte del protocolo de comunicación secreto y poético de la misión.

El aterrizaje fue otro momento curioso: La cápsula no estaba diseñada para aterrizar con el cosmonauta adentro, así que, a unos 7 kilómetros del suelo, Gagarin fue eyectado y descendió en paracaídas. Cayó en un campo cerca de la ciudad de Engels, en la región de Sarátov. Una campesina lo vio aparecer desde el cielo, vestido con su traje naranja brillante y casco blanco. Se asustó. Pero él, sonriente, la tranquilizó: “No se alarme... soy soviético”. Pasaron diez años antes de que la Unión Soviética admitiera públicamente que Gagarin no aterrizó dentro de su nave, sino que fue expulsado y descendió en paracaídas. Durante mucho tiempo evitaron reconocerlo porque, según las reglas de la Federación Aeronáutica Internacional, el piloto debía despegar y aterrizar en la misma nave para que el vuelo fuera considerado válido. Además, se informó que el lanzamiento había tenido lugar en otra localidad, Baikonur. La confusión no fue casual: fue una estrategia deliberada para mantener en secreto la ubicación exacta de la base.

La noticia de la hazaña no tardó en darse a conocer. Al principio, algunos creyeron que se trataba de propaganda soviética, pero las pruebas eran irrefutables. El mundo entero se rindió al asombro. Aquel logro no solo marcó un antes y un después en la historia de la exploración espacial, sino que también sacudió el tablero geopolítico de la Guerra Fría.

Veintitrés días más tarde, el 5 de mayo de 1961, fue el turno de los Estados Unidos. Alan Shepard se convirtió en el primer estadounidense en viajar al espacio. Lo hizo dentro de la cápsula Freedom 7, impulsada por un cohete Redstone 3 que lo llevó hasta los 187 kilómetros de altitud… y lo trajo de regreso apenas quince minutos después. Fue un vuelo breve, pero cargado de significado. Del otro lado del telón de acero, Nikita Jrushchov no dejó pasar la ocasión para hacer un comentario mordaz. Con su característico sarcasmo, comparó la misión de Shepard con “el salto de una pulga” frente a la proeza orbital de Yuri Gagarin. Provocar era uno de sus talentos más cultivados. Y como si la tensión no fuese suficiente, la misión enfrentó un contratiempo poco heroico: tras las largas demoras en la cuenta regresiva, Shepard, ya asegurado en su cápsula y sin posibilidad de salir, terminó orinándose encima. El líquido se deslizó por su espalda y empapó la ropa interior, lo que generó preocupación en la sala de control: los sensores que monitoreaban sus signos vitales podían fallar al mojarse, e incluso provocar un cortocircuito. La sola idea de un accidente causado por algo tan humano resultaba impensable. Pero todo salió bien.

Volviendo a Gagarin, se convirtió en un héroe de inmediato. Su sonrisa apareció en todos los diarios y su nombre en todas las conversaciones.

El misterio de su muerte y sus conjeturas

Después de la hazaña, Gagarin fue condecorado y enviado de gira por todo el mundo. Durante los dos años posteriores a su vuelo, el joven recorrió el mundo como embajador del programa espacial soviético. Fue recibido por reyes, presidentes, líderes políticos, científicos y en cada país que visitaba lo esperaban como un rockstar del universo. Uno de los homenajes más célebres lo recibió en Cuba, donde el gobierno lo acogió con entusiasmo y lo nombró presidente de la Sociedad de Amistad Soviético-Cubana.

Sin embargo, la gloria tenía su precio.

Tras convertirse en el primer hombre en el espacio, Gagarin nunca volvió a salir del planeta. Irónicamente, el Estado que lo había lanzado a la inmortalidad ahora lo protegía como a un tesoro demasiado valioso para arriesgar. Lo alejaron de las misiones espaciales. Lo rodearon de protocolo. Su figura era demasiado simbólica, demasiado útil como para permitirle tentar nuevamente al destino.

Yelena Gagarina, la hija mayor de Gagarin (en ruso, como otros idiomas eslavos, los apellidos se modifican según el género), supo decir: “Mi padre partió rumbo a lo desconocido con un 50 por ciento de posibilidades de volver. ¿Qué significa? Que podía tanto regresar como que no”.

Dicen que en privado, el propio Gagarin confesó que extrañaba volar. Regresó a la aviación como instructor y siguió entrenando. Se mantuvo cerca de los programas espaciales, aunque ya no como protagonista. Y aunque aceptaba con gracia su papel público, adentro llevaba la nostalgia del vacío y la pena de no poder repetir ese instante fuera de orbita.

El 27 de marzo de 1968, durante un vuelo de entrenamiento en un caza MiG-15, Yuri Gagarin murió a los 34 años, junto a su instructor. La noticia sacudió a la Unión Soviética y al mundo.

Durante mucho tiempo, las circunstancias de la muerte de Yuri Gagarin estuvieron rodeadas de misterio. El silencio oficial y la falta de información alimentaron todo tipo de conjeturas. Recién en 2011, al cumplirse 50 años de su histórico vuelo, el gobierno ruso reveló una posible explicación: según una investigación, Gagarin habría realizado una maniobra brusca para evitar un globo meteorológico, lo que desestabilizó el avión y provocó su caída.

Aun así, las dudas persistieron. Con el paso de los años, hubo múltiples teorías: que su instructor sufrió un infarto, que la cabina se despresurizó, que hubo una falla técnica o incluso que otro avión chocó con el suyo. Algunas versiones más extremas hablaban de vuelos no autorizados, decisiones equivocadas o incluso conspiraciones.

Pero ninguna de esas hipótesis pudo confirmarse. Sin caja negra, sin testigos, lo que ocurrió ese día permanece en la penumbra. Lo más probable es que una cadena de factores desafortunados (mal tiempo, alguna falla técnica, quizá un error humano) haya sellado su destino. Y aunque nunca se conocerá con certeza qué ocurrió en los últimos minutos de su vida, hay algo que no cambia: Gagarin partió demasiado pronto. Pero antes de irse, abrió las puertas del cielo.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/lifestyle/el-primer-hombre-en-el-espacio-el-obrero-que-se-convirtio-en-heroe-nacional-y-la-incognita-que-dejo-nid12042025/

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