Investigación: por qué Ozempic podría terminar con la comida chatarra
NUEVA YORK.– Trinian Taylor, un vendedor de autos de 52 años, empujaba su carrito por los pasillos de un supermercado, mientras yo fingía no seguirle. Era un luminoso día de agosto en el norte...
NUEVA YORK.– Trinian Taylor, un vendedor de autos de 52 años, empujaba su carrito por los pasillos de un supermercado, mientras yo fingía no seguirle. Era un luminoso día de agosto en el norte de California, y yo había ido a la tienda para reunirme con Emily Auerbach, directora de relaciones de Mattson, una empresa de innovación alimentaria que crea productos para las mayores empresas de alimentos y bebidas del país. Auerbach intentaba comprender el comportamiento de compra de los usuarios de Ozempic, y Taylor era uno de sus casos de estudio. Me indicó que me mantuviera lo más cerca posible sin influir en su recorrido por la tienda. Según su experiencia con los “shop-alongs”, técnica en la que un investigador acompaña a un consumidor mientras compra productos, dejar demasiado espacio o tomar fotos sería una señal de alarma para los jefes del supermercado, que podrían darse cuenta de que no estábamos aquí para comprar. “Estarían en plan: ‘Tienen que irse’”, dijo.
Auerbach observó en silencio cómo Taylor, que ganaba 150 dólares a cambio de que le siguieran, empujaba su carrito por los pasillos de los tentempiés, repletos de productos de los clientes de Mattson. Nos llevó pasando de largo los Doritos y los HoHos de Hostess, sin echar un vistazo de reojo a las Oreo o los Cheetos. Nos apresuramos a pasar por delante de las Pop-Tarts y los Hershey’s Kisses, los Lucky Charms y las Lay’s… todos ellos apenas nos llamaron la atención.
Torpemente, pisándole los talones, Auerbach y yo entramos a trompicones en lo que se ha convertido, bajo la influencia de la nueva y revolucionaria droga dietética, en el lugar feliz de Taylor: la sección de frutas y verduras. Inspeccionó la mercadería. “Tomo todo esto”, nos dijo. “Como mucha ananá. Mucho, pepino, jengibre. Oh, mucho jengibre”.
Taylor, quien vive en Hayward, California, solía tener una adicción al azúcar, dijo, pero ya no puede digerir las golosinas. Unos días antes, su hija le dio de comer golosinas. “No pude”, dijo. “Era tan dulce que me asfixiaba”. Su snack de medianoche solían ser los cereales, pero ahora da vueltas en la cama con extraños antojos. Ensaladas. Pollo. Ha renunciado a las gaseosas enlatadas y a los jugos de fruta, e infusiona el agua con limón y pepino. Dejó caer una pesada bolsa de limones en el carrito y se acercó a las verduras de hoja verde. “Me encantan las acelgas”, dijo. “Como mucha col rizada”.
Durante décadas, la gran industria de alimentos ha comercializado productos para personas que no pueden dejar de comer, y ahora, de repente, sí pueden. El principio activo del Ozempic, como el del Wegovy, el Zepbound y otros nuevos fármacos similares, imita una hormona natural, llamada péptido similar al glucagón tipo 1 (GLP-1), que ralentiza la digestión y envía señales de saciedad al cerebro.
En la actualidad, unos siete millones de estadounidenses toman un fármaco GLP-1, y Morgan Stanley calcula que para 2035 el número de usuarios estadounidenses podría aumentar a 24 millones. Eso es más del doble del número de vegetarianos y veganos en EE.UU., con un amplio margen de crecimiento a partir de ahí. Más de 100 millones de adultos estadounidenses son obesos, y es posible que los fármacos acaben extendiéndose a personas sin diabetes ni obesidad, ya que parecen domar adicciones que van más allá de la comida: al parecer hacen que la cocaína, el alcohol y los cigarrillos sean más resistibles. La investigación se encuentra en una fase temprana, pero también podrían reducir el riesgo de todo tipo de enfermedades, desde derrames cerebrales y enfermedades cardíacas y renales hasta el Alzheimer y el Parkinson.
ReducciónLa perspectiva de que decenas de millones de personas reduzcan su ingesta calórica a unas 1000 al día, que es la mitad de la cantidad mínima recomendada para los hombres, inquieta a la industria. A finales del año pasado, Lars Fruergaard Jorgensen, director ejecutivo de Novo Nordisk, que fabrica Ozempic y Wegovy, declaró a Bloomberg que ejecutivos de la industria alimentaria le habían estado llamando. “Están asustados”, dijo. Más o menos al mismo tiempo, el director ejecutivo de Walmart en Estados Unidos, John Furner, dijo que los clientes que tomaban GLP-1 estaban poniendo menos comida en sus carritos. Han bajado las ventas de productos dulces horneados y snacks, y el sector está sufriendo una recesión. Según las estimaciones de una empresa de estudios de mercado, la innovación en alimentos y bebidas alcanzó en 2024 su punto más bajo, con menos productos nuevos en el mercado que nunca.
Los usuarios de Ozempic como Taylor no solo comen menos. Están comiendo de forma diferente. Los fármacos GLP-1 parecen no solo reducir el apetito, sino reescribir los deseos de las personas. Atacan lo que Amy Bentley, historiadora de la alimentación y profesora de la Universidad de Nueva York, denomina el paladar industrial: el conjunto de preferencias creadas por nuestra aclimatación, a menudo desde la alimentación infantil, a los gustos y texturas de los sabores y conservadores artificiales. Los pacientes que toman fármacos GLP-1 han reportado perder interés por los alimentos ultraprocesados, productos elaborados con ingredientes que no encontrarías en una cocina común y corriente: colorantes, agentes blanqueadores, edulcorantes artificiales y almidones modificados. Algunos usuarios se dan cuenta de que muchos snacks empaquetados que antes les encantaban ahora tienen un sabor repugnante. “Wegovy destruyó mis papilas gustativas”, escribió un usuario de Reddit en un grupo de apoyo, añadiendo: “Y me encanta”.
El día antes de seguir a Taylor por el supermercado, me senté en un grupo focal facilitado por el equipo de Mattson de percepciones de los consumidores, y escuché a la gente describir cómo los fármacos para adelgazar han transformado sus antojos. Larry Wynns, un hombre de 69 años de Pittsburg, Kansas, que se unió al grupo por videollamada, describió cómo se había vaciado del deseo por lo que antes le gustaba. Antes de Wegovy, dijo Wynns, quien ahora pesa casi 16 kilos menos de lo que pesaba en primavera, su “vida entera era la comida rápida”. Ahora, “lo primero a lo que voy cuando llego a la tienda son los productos frescos”, dijo. “Mis favoritos son las cerezas Rainier y las manzanas, duraznos y peras”.
La mayoría de los demás participantes se sentían así. Los antojos de casi todos por los alimentos ultraprocesados habían sido sustituidos por un deseo de alternativas frescas y sin empaquetar. Un científico de 32 años que trabaja en el departamento de química de una universidad habló de descubrir, por primera vez, el verdadero sabor de los alimentos. “El apio sabe a apio”, dijo al grupo. “Y la zanahoria sabe a zanahoria. La frutilla sabe a frutilla”. Desde que toma Wegovy, dijo, “empecé a darme cuenta de que saben maravillosos por sí mismos”.
Kathleen Kenney, de 54 años, quien dirige una escuela de esgrima en Kansas City, Misuri, dijo en el grupo de discusión que siempre ha sido grande. “Fui hija de personas que vivieron la Depresión”, me dijo más tarde, el “tipo de familia que dejaba limpio el plato”. Con la ayuda de una secuencia de distintos fármacos para perder peso, Kenney ha perdido más de 45 kilos. Y ha sido fácil, dijo, porque los tratamientos han transformado su experiencia del sabor y la sensación en la boca. Un HoHo ya no parece comida. “Sabe a plástico”, dijo. “O lo siento como plástico en la boca”. Liberada de su adicción, Kenney cree que ahora puede saborear el verdadero HoHo: puede percibir lo que realmente son las golosinas Hostess, cargadas de azúcar. Jennifer Pagano, directora de percepciones e inteligencia artificial de Mattson, coordinaba el grupo focal. “Suena a que, saben, lo que todos me están diciendo es: son los placeres sencillos de la comida, la comida en su estado natural”, dijo. “Interesante”.
AdaptarseLas grandes empresas de alimentos se apresuran a investigar el impacto de los medicamentos en sus marcas, y a averiguar cómo adaptarse. “Todo el campo está todavía un poco aturdido”, me dijo por teléfono Ashley Gearhardt, investigadora de la adicción a la comida y profesora de psicología en la Universidad de Michigan. Pero para Mattson, que durante casi 50 años ha inventado productos para los mayores conglomerados de alimentos del país, la amenaza de la Ozempic podría ser una bendición.
Entré por primera vez en las instalaciones acristaladas de Mattson, junto al aeropuerto de San Francisco, una hermosa mañana de este verano en el área de la Bahía. Barb Stuckey, jefa de innovación y marketing de la empresa, quien se describe a sí misma como hipergustadora y cuya lengua puede detectar cambios en la presión barométrica, me saludó en el vestíbulo con los brazos llenos de cartones de leche. La seguí por el laboratorio, pasando junto a científicos que experimentaban con gomitas y licuaban batidos ricos en proteínas y sopa de zanahoria, hasta la “pared de trofeos”. En las estanterías había hileras de envases y botellas de productos que Mattson había ideado o ayudado a escalar y llevar al mercado. Había Twinkies de chocolate fritos de Hostess (“no es algo que me metería en el cuerpo”, dijo Stuckey), comidas congeladas de Hungry-Man y montones de bocadillos congelados, helados y condimentos de las marcas más importantes de Estados Unidos. “Inventamos el futuro de los alimentos, producto a producto”, rezaba un cartel en la pared.
Las grandes empresas alimentarias son expertas en detectar oportunidades perversas para nuevos productos en nuestros afanes pasajeros de superación personal. En 1978, por ejemplo, Heinz compró Weight Watchers, añadió productos como la tarta de queso y obtuvo buenas ganancias. Aquella adquisición anunció una tendencia de reformulación de las marcas hacia la consciencia de la salud que alcanzó su punto más alto en las décadas de 1980 y 1990. Nestlé lanzó Lean Cuisine, y Chef America empezó a vender Lean Pockets junto con sus Hot Pockets. (La diferencia entre ambos era de unas 30 calorías). Conagra Brands introdujo Healthy Choice, una marca de platos fuertes congelados que cuidaban la dieta. McDonald’s fabricó las hamburguesas McLean Deluxe. Nabisco sacó las galletas sin grasa SnackWell.
La obsesión del público por la pérdida de peso ha llevado a la industria a inventar algunas sustancias muy extrañas. En 1996, PepsiCo sacó al mercado unas papas que se freían en un sustituto de grasa indigerible llamado Olestra que, milagrosamente, tenía cero calorías. Un problema: Olestra impedía la absorción de vitaminas esenciales. Otro: causaba incontinencia fecal. La sustancia se utiliza ahora para pintar cubiertas y lubricar herramientas eléctricas. Para cuando el propietario de Carl’s Jr. y Cinnabon compró los derechos de la dieta Atkins en 2010, el interés por las dietas de moda empezaba a decaer, y la industria de alimentos cambió de rumbo. Impulsó cada vez más los alimentos mejorados con proteínas y fibra, o con hierbas y minerales y antioxidantes y vitaminas, una tendencia que continúa hoy, a pesar de las escasas pruebas de que comer productos ultraprocesados infundidos con nutrientes individuales haga a la gente más sana.
Hay pocas cosas que la industria no haya intentado para hacer que los consumidores preocupados por su salud sigan comiendo. Las empresas pueden sellar nubes de aromas nostálgicos en los envases para provocar ensoñaciones proustianas. Cuando descubrieron que unas papas fritas más ruidosas inducían a la gente a comer más, los ingenieros de snacks le subieron el volumen a los crujidos. Los tecnólogos de los alimentos encontraron una forma de amplificar la intensidad de los edulcorantes artificiales cientos de veces más allá del sabor natural del azúcar. La estructura de los cristales de sal puede alterarse para acelerar la velocidad a la que se absorben en las vías químicas que señalan la salinidad, permitiendo que el cerebro perciba el sabor con mayor intensidad. “En el mundo quimiosensorial”, dice Dan Wesson, director del Instituto de Sentidos Químicos de Florida, refiriéndose a la ciencia de cómo las sustancias químicas provocan sensaciones, “casi todo es posible”.
UsosLa falta de sabor también tiene sus usos. Las empresas fabrican productos como papas fritas, palomitas de maíz y macarrones con queso deliberadamente insípidos para evitar la “saciedad sensorial específica”, la sensación que se produce cuando los alimentos de sabor intenso se vuelven menos apetecibles a medida que se comen. Las grandes empresas de alimentos se sumergieron en la investigación del comportamiento en busca de pistas sobre cómo reacciona el sistema de recompensa del cerebro ante el azúcar y la sal, y lo utilizaron para mantener los productos en lo que se conoce en inglés como bliss point, el “punto de felicidad”, la cima del deleite. Pero no existe un punto de felicidad equivalente para la grasa: afortunadamente para la industria, la gente tiende a querer tanta grasa como pueda conseguir. Los científicos pueden diseñar las grasas para que se derritan a la temperatura exacta en la boca, provocando la liberación de dopamina al tiempo que crean una impresión de “densidad calórica evanescente”. Un Cheeto, desintegrándose inocentemente en la lengua, nos dice que contiene menos calorías de las que tiene.
“Cuanto más se alejan del alimento real y se centran en la comodidad del empaque, mejor les va”, dijo Robert Moskow, analista de la industria alimentaria que trabaja en el banco de inversiones TD Cowen. Pero muchas sustancias químicas utilizadas en el procesamiento industrial pueden tener un sabor desagradable, metálico o amargo. Las empresas de sabores, como la International Flavors and Fragrances con sede en EE.UU., crean compuestos enmascaradores para disimular esas notas desagradables, pero resulta que esas sustancias químicas también pueden tener un gusto extraño. La solución de la industria son compuestos enmascarantes que cubren los sabores de los compuestos enmascarantes originales.
“Me siento como si defendiera constantemente a la gran industria de alimentos”, me dijo Stuckey cuando le mencioné la historia de la industria. Y quizá tenga razón. Comer es más cómodo ahora, y puede ser barato; las malas cosechas no tienen ni de lejos el mismo impacto que podían tener en el pasado. Los avances en el procesamiento que hicieron posibles productos como las sopas de pollo deshidratadas, las papas fritas congeladas y los pudines instantáneos Jell-O ayudaron a reducir las cargas domésticas de, principalmente, las mujeres —muchas de las cuales se incorporaron entonces a la población activa—. En 1947, cuando el procesamiento de alimentos estaba en sus inicios, los estadounidenses gastaban casi una cuarta parte de sus ingresos disponibles en comida. El año pasado, esa cifra era solo del 11 por ciento. (Y la inflación era muy alta).
La obesidadEl precio es la obesidad. El consumo calórico per cápita en Estados Unidos se ha estancado desde 2000, y los estadounidenses han intensificado ligeramente su actividad física. Al mismo tiempo, la tasa de obesidad ha aumentado más de un tercio. Probablemente, el culpable sea la comida. Los productos ultraprocesados, cuyo consumo ha aumentado en los últimos 25 años, suelen ser muy refinados y ricos en almidón y azúcar: los digerimos rápidamente en el estómago y el intestino delgado antes de que lleguen al colon, que alberga el microbioma intestinal. Como demuestran las nuevas investigaciones, cuando comemos alimentos no procesados o mínimamente procesados, nuestras bacterias intestinales consumen hasta el 22 por ciento de la energía. Con los productos ultraprocesados, nuestro cuerpo absorbe todo el 100 por ciento de las calorías.
Ahora mismo, la adaptación de la industria al Ozempic está en pañales. Unas pocas empresas han tanteado el terreno: Nestlé, por ejemplo, ha puesto en marcha una línea de comidas congeladas dirigida a quienes toman GLP-1 llamada Vital Pursuit: pizzas congeladas, sándwiches de atún fundidos y tazones de pollo con “un enfoque más claro en porciones más pequeñas”. Pero aún no se dispone de datos fiables sobre cómo los GLP-1 modifican los gustos de la gente. Aunque el Ozempic amenaza con apagar el paladar industrial, Mattson cree que los alimentos industriales quizá solo necesiten un retoque. Aunque muchos alimentos y bebidas ultraprocesados ahuyentan a muchos usuarios de GLP-1, algunos se están abriendo camino: en los foros de GLP-1, la gente celebra Fairlife, una línea de batidos de proteína dulces que es propiedad de Coca-Cola. Y Mattson ya ha ideado un arsenal de otros posibles ganadores.
PropuestasEn una sala de conferencias con paredes de cristal, los científicos de Mattson prepararon para mí algunos de sus alimentos adaptados a los usuarios de GLP-1 que se están conceptualizando actualmente. Amanda Sinrod, una experimentada científica en alimentos con bata blanca de laboratorio, colocó sobre la mesa un plato de suaves cubitos marrones. Explicó que había enriquecido cada bocado de brownie NourishFit con dos gramos de proteína de suero, para mantener la masa muscular magra durante una pérdida rápida de peso. Un remolino de mantequilla de maní elevaría aún más el nivel de proteínas. La proteína de suero puede tener una textura granulosa, pero los NourishFits no tenían defectos, eran suaves y dulces, con remotos ecos de cacao. Formados por aproximadamente una tercera parte de azúcar y alrededor de un 15 por ciento de grasa, las porciones del tamaño de un bocado eran “autolimitadas”, dijo Sinrod. Las raciones podían empaquetarse individualmente.
También había un palito de pollo envuelto en plástico transparente, que parecía una versión del queso en tiras. “Un palito de mozzarella sobrecargado”, dijo Sinrod. Tenía 13 gramos de proteínas, y sus líneas de parrilla eran reales, por ahora. (Para aumentar la escala de producción, la cuadrícula, o marcas de carbonización, podrían simularse utilizando colorante de caramelo). Era una versión adulta de un aperitivo clásico para niños, dijo Sinrod, que un adulto podría llevar en el bolso. Sabía oportunamente a cítricos (los consumidores de GLP-1 afirman desear sabores frescos y ácidos).
A un pequeño tarro de cartón de sopa de pollo salada y liofilizada le siguieron unos tacos sin carbohidratos, también de pollo, en los que una hoja de endibia hacía las veces de tortilla. “A Taco Bell le podría interesar esto”, dijo Stuckey, que estaba sentada al otro lado de la mesa y me miraba comer. Para acompañar: un batido de proteínas translúcido de color morado psicodélico, con abundante edulcorante y persistentes notas medicinales de moras. También había otros snacks que se encontraban en una fase aún más embrionaria, como Bird-gers, una mezcla de verduras congeladas y condimentos para dar sabor a la carne de pavo, una porción de yogur de 60 mililitros que se puede exprimir de una bolsita como si fuera puré para bebés (Strawberry Sensation, Mango Magic, Blueberry Bliss: cada uno con seis gramos de proteína) y algo llamado chicle saciante en cuatro sabores: Crisp Green Apple, Watermelon Fresh Mint, Cinnamon Red Hot Mama and Minty Fresh Metabolism.
Mi banquete optimizado para Ozempic estaba bien, estaba bien, pero comparado con las cerezas Rainier maduras, me temía, Larry Wynns lo habría encontrado un poco soso. Los suaves perfiles de sabor y las texturas artificiales de los inventos de Mattson eran similares a los alimentos empaquetados existentes, como las mezclas para pasteles Betty Crocker y las tiras de pollo Tyson Grilled & Ready. Me preguntaba si productos como estos bastarían para traspasar las defensas de Ozempic y entusiasmar a las personas cuya relación con la comida había cambiado radicalmente.
“Caja negra”Los fármacos GLP-1 cambian mucho más que nuestros procesos metabólicos. Hay receptores de GLP-1 en el hipotálamo, la zona que regula el hambre y señala la saciedad, y en el sistema de recompensa dopaminérgico del cerebro, el circuito primitivo del deseo, llamado también reptiliano, que está implicado en los comportamientos adictivos. Parece que los GLP-1, al regular la liberación de dopamina, pueden hacer menos atractivos los perfiles de sabor de los productos ultraprocesados, muchos de los cuales se han optimizado para estimular el sistema de recompensa del cerebro. ¿Rompe el Ozempic la ilusión de que la comida chatarra sabe bien reduciendo el golpe de dopamina? Faltan datos. Los fármacos, dijo Gearhardt, el investigador de la adicción a la comida de Michigan, son “todavía una caja negra”.
Mattson apuesta por la comodidad. Aunque Larry Wynns compra ahora sobre todo fruta y verdura, sigue recurriendo a las comidas congeladas de Healthy Choice en caso de apuro. Esto no sorprende a Bob Nolan, vicepresidente sénior de Conagra Brands, propietaria de la línea y cliente de Mattson. Apuesta que, a medida que la gente coma menos, aumentará el valor de la comodidad. “Probablemente no querrás estar en la cocina preparando una comida elaborada para comer solo unos bocados”, me dijo Nolan. Comer menos calorías hace más difícil obtener los nutrientes que necesitamos, dijo Auerbach, el gerente de relaciones de Mattson, por lo que vender productos repletos de proteína y fibra tiene sentido.
Dado el historial de la gran industria de alimentos, es probable que las empresas consigan encontrar productos que los usuarios de Ozempic ansíen. Pero, ¿y si tienen demasiado éxito? Pregunté a Nicole Avena, profesora de neurociencia en el Monte Sinaí que estudia la adicción al azúcar, si creía posible que las empresas alimentarias diseñaran, intencionadamente o no, compuestos que hicieran menos eficaces los fármacos GLP-1. Avena me dijo que era plausible. La industria alimentaria, señaló, dispone de armarios de formidables compuestos desencadenantes de recompensas con los que experimentar. Las empresas podrían acabar contrarrestando en cierta medida los fármacos en sus esfuerzos por hacer los alimentos más gratificantes, dijo.
Pregunté al director ejecutivo de Mattson, Justin Shimek, un despreocupado y ursino nativo de Minnesota con un doctorado en ciencias de la alimentación, si le preocupaba esa posibilidad. El primer trabajo de Shimek, antes de que condujera su moto desde el medio oeste de EE.UU. hasta California, fue para General Mills en Lucky Charms. Las espumas son su fuerte. Ayudó a inventar las fórmulas químicas que hacen que los malvaviscos cambien de color o revelen imágenes ocultas al entrar en contacto con la leche. Pero fabricar productos para GLP-1, para Shimek, también es algo personal. Ha luchado con su peso desde la infancia. A principios de este año, empezó a tomar un fármaco GLP-1. Su “ruido de la comida”, el monótono zumbido de la necesidad que atormenta a muchos de quienes acaban tomando los fármacos, ha desaparecido desde entonces, junto con más de 22 kilos. Ya no le apetecen los cafés con leche azucarados.
Shimek, que está en conversaciones con las empresas alimentarias “más grandes de entre las grandes” sobre el diseño de productos optimizados para el GLP-1, dijo que no le preocupaba que las grandes empresas alimentarias intentaran abrumar el cerebro de los consumidores de GLP-1 con compuestos hipergratificantes. El sabor y el placer son “muy importantes”, dijo Shimek, quien parecía elegir cuidadosamente sus palabras, pero “no lo único”. Añadió que en el sector existe “un deseo sincero” de ayudar a las personas a perder peso. Shimek no quiso decir con qué empresas está hablando sobre los productos para GLP-1. “Somos guardianes profesionales del secreto”, dijo.
Stuckey hizo que su equipo pensara en empresas que podrían encajar de forma natural en sus creaciones optimizadas para usuarios de GLP-1. Mientras terminaba mi almuerzo inspirado en Ozempic, empezaron a lanzar ideas. ¿Podría el brownie NourishFit convertirse en una mezcla para pasteles rica en proteínas vendida por Betty Crocker, una marca de General Mills? O Hostess, dijo Stuckey, podría iniciar fácilmente una línea para GLP-1: “Nadie sabría que es de Hostess”. Dado que los efectos secundarios del GLP-1 incluyen problemas gastrointestinales, ¿qué tal si nos ponemos en contacto con General Mills, propietaria de Fiber One, dijo Stuckey, y le ofrecemos ayuda para diseñar productos dirigidos a los usuarios de GLP-1?
El propietario de un restaurante de Pennsylvania, de unos 40 años, había explicado a sus compañeros del grupo focal de Mattson que, desde que empezó a tomar Wegovy, ahora tiene que obligarse a comer. La cecina de ternera es algo apenas soportable. Pero sus niveles de fibra han bajado mucho. Así que Stuckey sugirió una cecina infusionada con una fuente de fibra. ¿Quizá inulina? ¿Quizá cáscara de psilio? “Es una idea realmente repugnante”, dijo. “Pero somos buenos para hacer que las cosas sepan bien”.
Por Tomas Weber