La aeroisla. El faraónico proyecto impulsado por Menem que chocó con la realidad y con una fuerte oposición política y ambiental
El paisaje del Río de la Plata visto desde la Costanera es el de siempre: una larga franja de agua marrón con algunas lanchas pescadoras y buques cargueros. Pero hace tres décadas hubo quienes i...
El paisaje del Río de la Plata visto desde la Costanera es el de siempre: una larga franja de agua marrón con algunas lanchas pescadoras y buques cargueros. Pero hace tres décadas hubo quienes imaginaron otra postal. En pleno auge del menemismo se anunció que Buenos Aires tendría un aeropuerto moderno y silencioso en una isla artificial a poca distancia de la costa. El proyecto de la “aeroisla” pretendía liberar los terrenos del Aeroparque Jorge Newbery, eliminar el ruido que afectaba a la ciudad y posicionar a la capital argentina como una plataforma aérea ejemplar. Hoy, a la luz del tiempo, aquella idea, mezcla de utopía y negocio, queda como un recuerdo lejano.
El sueño de un aeródromo flotante no nació en los noventa. En 1929, el arquitecto Charles-Édouard Jeanneret-Gris, “Le Corbusier”, había bosquejado un aeródromo en una isla artificial frente a la ciudad. La Sociedad Central de Arquitectos presentó un proyecto similar en 1938, pero la colocación de la piedra basal del Aeroparque en 1945 sepultó el plan. Incluso el ingeniero Álvaro Alsogaray la reflotó fugazmente en 1961, aunque entonces no logró apoyo. Recién en los años noventa, con la ola privatizadora de Carlos Menem, la “aeroisla” tomó forma.
En 1993 el gobierno firmó un convenio con los Países Bajos para que un consorcio holandés asesorara al país en temas de hidráulica. La firma local Intmaco, representante local de Royal Boskalis Westminster Group, elaboró un estudio de prefactibilidad entregado a Menem el 5 de octubre de 1994. El estudio costó alrededor de 2,5 millones de dólares y fue financiado por la corona holandesa.
El primer proyecto: 323 hectáreas y un puente de 2,5 kmEl anteproyecto formal se presentó en julio de 1995. Contemplaba una isla de 323 hectáreas casi tan grande como la Reserva Ecológica y un puente de 2500 metros que la uniría con la ciudad. Sobre el islote habría una única pista de 2500 metros, es decir, 400 metros más larga que la del Aeroparque de entonces. El complejo incluiría un hotel, un estacionamiento y un muelle. La inversión se estimó en unos 930 millones de dólares y el consorcio calculaba completar la obra en cinco años.
El atractivo no era sólo aeroportuario. Al trasladar el Aeroparque a la isla se liberarían 150 hectáreas de tierras costeras en el corazón de Buenos Aires, un área codiciada por los desarrolladores inmobiliarios. La prensa de la época mencionaba la posibilidad de construir torres de hasta 14 pisos. La entonces secretaria de Recursos Naturales y Desarrollo Sustentable, María Julia Alsogaray, defendió el proyecto asegurando que el estudio de impacto ambiental demostraba su viabilidad. El propio Menem declaró a La Nación que la aeroisla era una necesidad “imprescindible” y aseguró: “Se hará”.
Sin embargo, pronto aparecieron voces críticas. Una consultora contratada por el Banco Mundial evaluó que para justificar semejante inversión se necesitaban 30 millones de pasajeros anuales, cuando las proyecciones hablaban de unos 7 millones.
Este informe fue determinante: incluso algunos miembros del gabinete de Menem retiraron su apoyo. El presidente, sin embargo, insistía en que el proyecto seguía adelante, pero el viento político cambiaba.
En 2019, el urbanista Guillermo Tella advirtió en una nota para LA NACION que avanzar sobre el río hubiera generado un antecedente peligroso y que el proyecto era “demasiado alocado”. Mientras tanto, organizaciones como Amigos del Lago de Palermo juntaron miles de firmas contra la “fantástica aeroisla”.
Los cuestionamientos no desanimaron a Alsogaray. En noviembre de 1996 presentó un proyecto más ambicioso: una isla de 580 hectáreas con dos pistas de 3500 metros que reemplazaría no sólo al Aeroparque sino también al aeropuerto de Ezeiza. La inversión se elevó a 1600 millones de dólares.
El presidente de Aeroisla SA, Alberto Goti, describió con entusiasmo la propuesta: dos pistas, 130.000 metros cuadrados de instalaciones de servicios, conexión con la autopista Costanera y un futuro empalme con la línea C del subte. Según Goti, el aeropuerto podía atender 13 millones de pasajeros a los seis años de abrir y hasta 28 millones anuales hacia 2020. La empresa calculaba invertir 60 millones de dólares en mejorar Aeroparque y Ezeiza durante la construcción, y preveía que la aeroisla podría operar sin ampliaciones hasta 2020.
La búsqueda de financiamientoLos números de la aeroisla cambiaron varias veces. Un artículo de La Nación de julio de 1996 señaló que el consorcio holandés liderado por Boskalis propondría que el Estado argentino aportara entre 300 y 400 millones de dólares, equivalente al 25 % de la inversión total, en calidad de préstamo reembolsable con intereses. Eso situaba el costo en torno a 1500 millones de dólares, de los cuales 1100 millones serían aportados por el grupo constructor y un consorcio bancario. Los holandeses calculaban ingresos de 100 millones de dólares anuales y recaudación acumulada de 3000 millones al final de la concesión.
Un año después, tras privatizarse la red aeroportuaria, Aeropuertos Argentina 2000 (AA2000) descartó la aeroisla por su costo, la duración de la obra y los problemas de acceso. La empresa prefería trasladar las operaciones de Aeroparque a Ezeiza y modernizar ese aeropuerto. Aun así, Goti y su socio Manuel Tanoira insistían en que con 10 dólares por pasajero (dinero que se ahorraría al evitar el viaje a Ezeiza) era posible construir una plataforma a 3000 metros de la costa con una pista de 3500 metros. La misma idea reaparecería en 2000, cuando una nueva versión proponía un aeródromo a 1800 metros de la costa y buscaba adhesiones entre funcionarios y empresarios.
El estudio ambiental y los argumentos a favorPara neutralizar críticas, el consorcio encargó un estudio de impacto ambiental a la consultora holandesa Hydronamic. El informe, de 300 páginas, fue auditado por el Ministerio de Agua de los Países Bajos. El proyecto, decía Tanoira, solucionaría problemas de contaminación sonora, calidad del aire, seguridad y salud de los vecinos de la ciudad. Al alejar las operaciones 2,5 kilómetros “mar” adentro, se podría operar las 24 horas porque los aviones no molestarían a nadie. El plan preveía ductos para abastecer combustible y una planta de tratamiento de residuos. Incluso, en una versión reducida de 250 hectáreas, se proponía un aeropuerto con una pista de 2800 m y un viaducto para conectar a tierra; los pasajeros harían el check‑in en el continente y cruzarían en tres minutos. Esta variante costaba 415 millones de dólares, de los cuales 270 millones se financiarían con la tasa aeroportuaria y el resto con aportes privados.
Los defensores subrayaban que el traslado permitiría transformar los terrenos del Aeroparque en un gran parque público. EL GCBA incluso decía que tener un aeropuerto en la Costanera era una cuestión de “seguridad estratégica”.