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Trail running en las sierras de Tandil

Correr en la montaña no tiene nada que ver con las carr...

Correr en la montaña no tiene nada que ver con las carreras de calle, me dijeron después de haberme anotado para hacer mi primer trail. Y nunca tan acertado. El reto sería la Adventure Race Tandil, un desafío de 30 kilómetros por un camino de geografía totalmente desconocida en el que la única certeza era que iba a tener que sortear rocas, atravesar pastizales y subir cuestas, ¡y que cuestas resultaron ser!

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Fueron dos meses de entrenamiento intenso tanto físico como mental. La noche anterior y como es costumbre antes de una carrera, cenamos fideos con aceite de oliva y queso, preparamos la ropa que íbamos a usar y nos fuimos a dormir temprano. Éramos un grupo de 30 que fuimos juntos a correr.

A las cinco de la mañana sonó la alarma y arrancó el baile: había que desayunar, cambiarse y salir para la entrada en calor en tiempo récord. Aunque sentir un nudo en la panza es inevitable antes de cualquier competencia, esta era particularmente especial por tratarse de una de larga distancia en un terreno complejo y en el que las condiciones meteorológicas podrían volverse adversas de un minuto para el otro.

“Hacé una carrera inteligente, no te arrebates ni te frustres cuando la gente te pase”, fueron las palabras de mi entrenador poco antes de que el cronómetro del arco de salida indicara el minuto cero y diera rienda suelta a la largada. Entre aplausos, gritos y saludos una ola de corredores se abalanzó con fuerza hacia adelante y se diseminó en la calle. En ese primer kilómetro en el que dimos una vuelta a la plaza central de la ciudad aún no lograba tomar dimensión de lo que estaba por hacer: me invadía una mezcla de emociones y la incertidumbre por lo que me iba a encontrar y cómo me iba a sentir.

En el segundo kilómetro nos topamos de lleno con la primera subida, que fue la única de asfalto. Su ascenso fue de casi 300 metros y terminó en el Castillo Morisco, un obsequio de la comunidad española que reside en Tandil. Ahora sí arrancó la carrera.

De a poco la respiración se entrecortaba y el ritmo de corrida bajaba. Las palabras de mi entrenador me volvían a la mente como un mantra: “Después de cada subida hay recompensa”. Se refería a las bajadas, ideales para volver a agarrar vuelo y regular la respiración.

En los 18 kilómetros que siguieron atravesamos extensos campos de pastizales en donde había que dar pisadas firmes porque no se veía qué había abajo. También cruzamos pequeños arroyos, perfectos para refrescarse; nos adentramos en el medio de los bosques que obligaban a afilar la vista para no tropezar con alguna raíz y tuvimos el aliento de gente desconocida que se cruzaba en el camino.

Mi experiencia venía impecable, hasta que llegaron los altibajos. El momento crítico arrancó en el kilómetro 20 cuando nos enfrentamos a “la pared”, una subida de un kilómetro repleta de rocas que tuvimos que trepar. Las piernas se fatigaron, la cabeza decía “frená”, pero el reloj seguía corriendo. No existían posibilidades de parar bajo ningún punto de vista.

Una vez arriba volvió la recompensa: la vista panorámica de la ciudad fue realmente asombrosa, un privilegio; además, se venía la esperada bajada. Pero para sorpresa de todos, acá terminaba la parte de falso llano y los diez kilómetros restantes fueron pura y exclusivamente de subidas y bajadas abruptas. Esta etapa de la carrera fue muy técnica, las rocas eran las protagonistas de la escena, por lo que un paso en falso podría acabar en un esguince o caída.

La concentración y la adrenalina eran absolutas. Dicen que correr es terapeútico y coincido plenamente, incluso puedo dar certeza de que casi no pensás, o los pocos pensamientos que se vienen a la cabeza son pasajeros y después no se recuerdan.

El reloj marcaba cuatro horas desde que había empezado la aventura y todavía me quedaban recorrer los últimos tres kilómetros. Me costaba levantar las piernas, el sol ardía y el cansancio se hacía notar. Pero al mismo tiempo sentía una felicidad inmensa por lo que estaba logrando.

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En una de las últimas bajadas en uno de esos cambios de sol a sombra me tropecé con una piedra y caí de lleno al piso. Atrás mío venía una compañera que me ayudó a recomponerme. Me limpié con el agua que llevaba en el termo la herida en la rodilla que sangraba sin demasiada compasión, me puse unas curitas, apreté los dientes y retomé la recta final.

A las 4 horas y 30 minutos crucé el arco de llegada escoltada por el aliento de mis compañeros. Las lágrimas en los ojos eran inminentes, creo que representaron por un lado el alivio de haber llegado y, por el otro, la emoción de haber logrado con éxito algo tan complejo.

Al trail se lo ama o no se lo quiere en absoluto, no hay punto medio. A mí me voló la cabeza y a pesar de cada piedra, cada cuesta y cada resbalón, lo aprendí a querer tal cual es y me atrevo a decir que no lo suelto más. Creo que correr en la montaña tiene todos los condimentos y es un reflejo de la vida misma, en la que se pasa por todos los estados y todas las emociones.

@yosoycarmenbaque

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♬ sonido original - Carmen Baqué

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/salud/trail-running-en-las-sierras-de-tandil-nid20042024/

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