Una intervención milagrosa que dio paso a una paz construida con paciencia y tenacidad
Bastaría con el enunciado para aquilatar que se trató de una paciente obra de paz: la única mediación exitosa de la Santa Sede en el siglo XX y uno de los pocos tratados internacionales firmado...
Bastaría con el enunciado para aquilatar que se trató de una paciente obra de paz: la única mediación exitosa de la Santa Sede en el siglo XX y uno de los pocos tratados internacionales firmado por cancilleres no por los presidentes.
Con una intervención milagrosa que evitó la guerra –tragedia– entre la Argentina y Chile, fue como estrenó su pontificado Karol Wojtyla, el primer papa no italiano en más de cuatro siglos, hoy San Juan Pablo II, canonizado por Francisco, el primer sucesor de Pedro llegado del sur de América.
Y aunque hubo otros acontecimientos de los cuales fui testigo gracias al ejercicio profesional del periodismo, es seguramente el de mayor significación y el único del cual pude informar desde sus inicios hasta el final.
Desde la guerra a punto de estallar hasta la paz tenaz y pacientemente construida. Desde aquella “lucecita” que brotó de la tenue pero firme voz del cardenal Samoré hasta la inédita consulta popular por el Beagle convocada por el presidente Alfonsín, de quien fui vocero a lo largo de su mandato.
Antes aun de que atronaran los señores de la guerra a un lado y otro de los Andes, en febrero de 1978 fui parte del puñado de periodistas que cubrió la Reunión Presidencial Chile Argentina en Puerto Montt donde terminaron de naufragar los intentos de hallar algún cauce de negociación a la situación creada por el rechazo argentino al laudo arbitral de la corona británica.
El vuelo de regreso del avión presidencial fue la caja de resonancia del episodio que terminaba de vivirse en suelo chileno: no solo la falta de acuerdo también el discurso de Pinochet que se apartó de lo convenido por los negociadores y descolocó a Videla frente a los centuriones. De eso se nutrió mi crónica para la agencia Noticias Argentinas.
Pasado el enorme paréntesis del Mundial de Fútbol, y aunque los esfuerzos diplomáticos se mantenían, la tensión bélica se fue agudizando.
La muerte de Pablo VI determinó que dos grandes cuestiones confluyeran casi proféticamente en Roma: los sonidos de guerra en el Sur y la cuestión de los derechos humanos en ambos países. Fue en la imponente Plaza de San Pedro en la ceremonia del comienzo del pontificado de Juan Pablo I cuando el cardenal de Córdoba, Raúl Primatesta, presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, al hincarse para saludarlo le susurró al nuevo pontífice el temor de ambas Iglesias.
El entonces presidente argentino asistió a la ceremonia y al igual que la multitud que colmaba la histórica plaza pudo ver los globos aerostáticos de los que pendían sendos carteles: Videla boia (verdugo). Lo vi desde la terraza de los periodistas y consigné en mi crónica.
Dos días después en la embajada de los Estados Unidos en Roma, el vicepresidente Walter Mondale mantenía un tenso encuentro con el gobernante argentino.
El papa Luciani murió el 28 de setiembre, 33 días después de ser elegido, pero llegó a recoger aquel ruego en favor de la paz en una carta que dirigió a los dos episcopados y se conoció póstumamente. De ese legado se valieron los obispos y desde el teléfono de la Nunciatura en Buenos Aires Pio Laghi y Primatesta lanzaron el dramático pedido que no arredró a Juan Pablo II. En la Navidad de 1978 el cardenal Antonio Samoré aterrizó en Ezeiza, se interrumpieron acciones bélicas en ejecución y se gestó el Acuerdo de Montevideo: ambos países sometían el conflicto a la mediación papal.
Testigo periodístico de aquellos días y de la larga mediación que culminó con la propuesta papal entregada a ambas delegaciones en Roma el 12 de diciembre de 1980, la primera vez que estreché la mano del papa polaco.
La reacción fue dispar: Chile aceptó la propuesta y el gobierno argentino la sepultó en las disputas de poder que libraba la Junta militar. Las conversaciones se fueron disolviendo, las delegaciones instaladas en Roma se disgregaron hasta que todo quedó paralizado por la Guerra de Malvinas.
La mediación casi exánime se mantuvo por la extraordinaria paciencia del cardenal Samoré –murió a principios de 1983–, quien ofrendó sus últimos años de vida a esa obra de paz y por la férrea voluntad del pontífice.
A partir de diciembre de 1983 tuve la grata tarea de comunicar la decisión del presidente Alfonsín de recuperar las negociaciones al amparo de la Santa Sede. Esa ímproba y ejemplar tarea diplomática fue conducida aquí por al canciller Dante Caputo y en Chile por su homólogo Jaime del Valle.
Aprobada por el 80% de los votos en la consulta popular, una mayoría abrumadora en la Cámara de Diputados y por un solo voto en el Senado de la Nación.ß