“Esto es lo que quiero para mí”, dijo China Zorrilla luego de su debut como actriz profesional en 1943
En la casa de la calle Ellauri, las mujeres corrían de un lado a otro. Se preparaban para esa tarde en la que China debutaría como actriz profesional en el ...
En la casa de la calle Ellauri, las mujeres corrían de un lado a otro. Se preparaban para esa tarde en la que China debutaría como actriz profesional en el Estudio Auditorio del SODRE. Era el 23 de noviembre de 1943. Las mil cuatrocientas localidades del segundo teatro más importante de Montevideo se habían agotado hacía días. Si bien era una función con fines benéficos, resultó inusitada la demanda del público para un acontecimiento de esa naturaleza.
La obra, La Anunciación a María, del francés Paul Claudel, había causado gran revuelo el día de su estreno en París, en 1919. Según cuentan sus biógrafos, Claudel, dramaturgo, poeta, diplomático y ateo, se convirtió al catolicismo luego de asistir a una misa de Navidad en Notre Dame. La Anunciación a María es un drama místico ubicado a fines de la Edad Media. Comienza con una peregrinación a Tierra Santa y una consecuente ruptura familiar. Pierre Croan, un constructor de catedrales, enferma de lepra por un pecado que ha cometido y contagia a la joven Violaine, quien en un acto de conmiseración lo besa. La historia, cargada de metáforas y simbolismo, plantea el dilema de la fe y el sentido cristiano de la vida.
Casi un cuarto de siglo después de su estreno en Francia y traducida al español, se vería por primera vez en Uruguay representada por el grupo de teatro de la Asociación de Estudiantes y Profesionales Católicas. China subiría al escenario como Violaine y Carlos Rossi la acompañaría como Pierre Croan. El elenco se completaba con Celia Calcagno, Martha Bourdillon, Olimpo Salsano, Horacio Preve y Artigas Alcalá. Otros nueve actores participarían en papeles secundarios. La obra contaba con una orquesta y el Coro Polifónico Don Bosco. Un gran despliegue para un espectáculo que había insumido meses de ensayos y preparativos.
Bimba y sus hijas estaban más nerviosas que la propia China. José Luis no se hacía problema; ya estaba acostumbrado a esas corridas. Cómo no estarlo, si vivía con seis mujeres. Los apurones sucedían siempre ante un acontecimiento importante, y vaya si lo era el de esa tarde calurosa, cuando faltaba menos de un mes para la llegada del verano y treinta y dos días para la Navidad. Sentado en la sala de su casa, el escultor dibujaba y esperaba la hora para vestirse y marcharse con la familia al teatro de las calles Mercedes y Andes.
Mientras tanto, encerrada en el altillo y ajena al alboroto de su madre y sus hermanas, China hacía ejercicios para templar la voz y repasaba una y otra vez la letra. Inés, que había sido la apuntadora en los ensayos, la seguía con el libreto en la mano, mientras abajo Gumita daba las últimas puntadas al vestuario de su hermana. No lo había hecho ella, aunque sí dio su opinión y quiso ponerle su toque personal. Con el pretexto de plancharlos, se había llevado la tarde anterior las dos túnicas el manto que usaría China. La mayor de las Zorrilla no imaginaba entonces que el debut de su hermana en la sala más importante de Uruguay después del Solís cambiaría también su vida.
—Marica, Teresa, ¿le prepararon el nécessaire a China? —preguntó Bimba
—Sí, madre —contestaron a dúo.
—¿No se olvidaron del maquillaje?
—No, madre.
—¿Te falta mucho, Gumita?
—Un par de puntadas y ya termino, madre.
—Mirá que la función es a las seis, pero China tiene que estar a las cuatro y media.
—Madre, faltan cuatro horas parra la función.
—Y China, ¿dónde está?
—Madre, ¿no la escuchás? —preguntó Gumita—. Está en el altillo repasando el texto.
—Esta chiquilina debería dormir una siesta.
Bimba subió al altillo y abrió la puerta:
—China, ¿por qué no te acostás un rato? Tenés que descansar.
—¿A vos te parece que puedo dormir? ¡Ni loca! Y ahora dejame, que me interrumpiste en el parlamento más dramático.
—Qué cabezadura sos, hija.
—Bimba cerró la puerta, bajó las escaleras y enfiló derechito hacia la sala.
—Ludoviko, a ver si convencés a China para que se recueste un rato. Tiene que descansar.
—Querida, nadie sabe mejor que ella lo que debe hacer.
Tiene 21 años
—Sí, pero cuando se pone caprichosa parece que tuviera ocho.
—Lo mejor es dejarla sola. Es lógico que esté nerviosa. ¿Por qué no preparás un té de tilo y lo tomamos aquí, juntos?
Bimba lo miró y se rió. De camino a la cocina comentó:
—Vos deberías haber sido diplomático como don Juan.
A las cuatro de la tarde se escuchó la bocina de un auto. Era un taxi. China, con su nécessaire en una mano y la cartera en la otra, acompañada por Gumita que cargaba el vestuario, bajó las escaleras y con voz fuerte dijo:
—¡Nos vemos más tarde en el teatro! —Y agregó—: Merde me tienen que decir. —Y separando en sílabas la palabra y a voz en cuello repitió—: Merrrrdeeee…
—Merde! Merde beacoup! —respondieron en un grito Inés, Teresa, Marica, Bimba y José Luis.
“Al teatro dedicaré mi vida”
“¡Qué hermoso es vivir, y qué inmensa es la gloria de Dios! Pero también: ¡qué bueno es morir cuando todo está acabado!” Violaine cayó muerta sobre el escenario, las luces se apagaron y el telón se cerró.
El público conmovido demoró unos segundos en reaccionar con un fuerte aplauso, que se hizo más intenso cuando el telón volvió a abrirse y los actores fueron apareciendo para saludar en el orden inverso a aquel en que habían ingresado a escena. La última en entrar fue China; una ovación la recibió. El público se puso de pie y los ¡bravos! resonaron en la sala de maravillosa acústica. El elenco salió y entró tres veces más.
Al prenderse las luces de la sala y comprobar con sus propios ojos cómo desde la platea hasta el paraíso abarrotados todos los espectadores aplaudían, China, erizada por la emoción, se dijo a sí misma: “Esto es lo que quiero para mí”, y en un silencioso e íntimo soliloquio juró: “Al teatro dedicaré mi vida”. Luego lanzó con la mano derecha un beso a sus padres y sus hermanas, que estaban en primera fila, y se retiró al camarín. El telón volvió a caer.
José Luis y Bimba estaban radiantes. Sus hijas también. Demoraron un buen rato en llegar, primero al foyer y luego al camarín de China, porque muchos espectadores, algunos de ellos amigos de la familia, se acercaban a felicitarlos. Bimba recibía las congratulaciones como si fuera ella la actriz.
—Tiene a quien salir. La veta artística la lleva en la sangre —dijo el doctor Alberto Mañé Algorta y se estrechó en un abrazo con José Luis. Mañé era un prestigioso médico que había llegado a Montevideo poco tiempo antes, luego de desempeñarse durante cinco años como embajador uruguayo en París.
—Gracias, Alberto, pero no le será fácil ser actriz en Uruguay.
—No te preocupes por eso, es tan solo une folie de jeunesse.
—Te puedo asegurar que no. La he observado desde que era niña y esta noche lo confirmé. No tengo duda de que la actuación es su pasión. Y las pasiones no se abandonan nunca.
—Ya verás cuando se enamore y se case. Esto pasará a ser un buen recuerdo que contará a sus hijos y nietos.
China estaba en el camarín más grande del Auditorio del SODRE, rodeada de ramos de flores que le habían enviado sus hermanas, sus primas y un admirador anónimo que ella identificó, pero no quiso revelar su identidad. Acompañada por El Cuarteto y otras amigas, parecía Sarah Bernhardt en sus mejores épocas. Es más: eligió ese camarín porque se decía que era el que había usado la actriz francesa en setiembre de 1905, cuando llegó a Montevideo para actuar en la inauguración de esa misma sala, que por entonces se llamaba Teatro Urquiza. Acompañada del Cuarteto, posó para el fotógrafo de Mundo Uruguayo y la revista Anales. Saludaba como una diva y se reía como China.
—China, te felicito. ¡Cómo nos emocionaste! —dijo su padre al abrazarla.
—Gracias, muchas gracias, papá.
—Hija, estuviste grandiosa —le dijo Bimba—. ¡Cómo te aplaudieron!
—¡Cómo te aplaudimos! —corrigieron sus hermanas.
—Fue maravilloso. Todavía no lo puedo creer.
—Creo que esto merece un festejo. ¿Qué tal si nos vamos a cenar al Águila? —propuso José Luis.
Bimba miró nerviosa a su alrededor y contó dieciséis personas. Con mucha discreción le dijo al oído:
—Ludoviko, esta invitación te va a costar como tres esculturas.
—¿Te parece tanto?
—Tres escultoras o más.
—No importa, el debut de una de mis hijas como actriz bien merece un gran festejo, aunque me cueste un monumento.
Entre los muchos puntos en común que China tenía con su padre estaba el desconocimiento total del precio de las cosas y cómo debía administrase la plata.