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Cuando el deporte se compromete, dentro o fuera de la cancha

Jesse Marsch, DT estadounidense de la selección de fútbol de Canadá, no se arrepiente de haber criticado a Donald Trump. Contó esta semana que recibió medio centenar de mensajes de amigos que ...

Cuando el deporte se compromete, dentro o fuera de la cancha

Jesse Marsch, DT estadounidense de la selección de fútbol de Canadá, no se arrepiente de haber criticado a Donald Trump. Contó esta semana que recibió medio centenar de mensajes de amigos que ...

Jesse Marsch, DT estadounidense de la selección de fútbol de Canadá, no se arrepiente de haber criticado a Donald Trump. Contó esta semana que recibió medio centenar de mensajes de amigos que lo apoyaron, pero que también le aconsejaron prudencia porque vivimos tiempos de odio: podés tener problemas, le dijeron. Cuando Trump agravió a Canadá afirmando que se convertiría en el 51º estado de Estados Unidos, Marsch dijo que era “insultante”, “ridículo”, “arrogante” y “despreciable”.

Marsch fue más “patriota” que el ídolo nacional, Wayne Gretzky, el Maradona del hockey sobre hielo, canadiense que vive en Estados Unidos y celebró la asunción de su amigo Trump con gorro de “Make America Great Again” (MAGA). Fue capitán honorario de la selección canadiense en duelos recientes contra Estados Unidos jugados bajo clima nacionalista por los ataques de Trump. Pero Gretzky entró al campo con ropa neutral y sonrisa forzada (todo lo contrario de su contraparte rival, Mike Eruzione, que vistió uniforme de Estados Unidos y fue pura pasión). Al día siguiente, un titular de prensa reflejó el dolor de muchos: “Adiós Wayne Gretzky”.

Que “todo gesto es político” lo supo de por vida el recientemente fallecido George Foreman. El ex campeón de boxeo tenía solo diecinueve años cuando celebró su medalla dorada en los Juegos Olímpicos de México 1968 agitando sobre el ring una banderita de Estados Unidos.

Podría haber sido un gesto meramente patriótico, un “agradecimiento”, como dijo, al país que lo sacó “de la pobreza”. Pero fue considerado una “traición” eterna hacia todos los atletas negros de su país. Dos días antes, Tommie Smith y John Carlos habían sido echados de por vida de los Juegos. Acababan de protagonizar el mítico podio rebelde del Black Power de México 68. Puño en alto y cabezas inclinadas. Protesta silenciosa pero de potencia notable en año de revueltas raciales, muertes e incendios, y del asesinato de Martin Luther King Jr. A Foreman lo acusaron de haber complacido a la Norteamérica blanca. Un “Tío Tom”.

Rechazado entre los suyos, Foreman se convirtió en un personaje hosco, distante. En 1973, precisó solo cuatro minutos y 35 segundos para tirar seis veces nada menos que a Joe Frazier. Fue campeón mundial de la furia. En 1974, una víctima de burla fácil para la verba inflamada del gran Muhammad Ali en la célebre pelea de Zaire (“Rumble in the Jungle”). De un lado, “Tío Tom”. Del otro, el negro musulmán y antipatriota. El negro verdadero. “Yo soy Africa”. La pelea en la que un Alí de 33 años noqueó a un Foreman de 25, invicto y superfavorito, pero desconcertado por la multitud que le pedía a su ídolo “¡Alí Boomaye!” (Alí, mátalo).

Humillado, Foreman desapareció casi una década. Regresó más fuerte, sonriente, hablador y gentil. Y predicador, aliado de Dios. En 1994 fue otra vez campeón a los 45 años de edad, redimido y reinventado, y al año siguiente venció en fallo ridículo al alemán Axel Schulz, de 22 años. Se retiró un año después. Vendedor de parrillas, comediante de TV. Se recordó un adolescente admirador de Alí. A otro periodista le cantó su tema favorito de Bob Dylan.

A su muerte, a los 76 años, John Carlos, y otros atletas negros, reiteraron que ellos jamás se enojaron con “Big George”. Que lo amaban. Algunas crónicas admiten hoy que, en realidad, no había una forma única de patriotismo negro. Que por un lado estaba la protesta. Y, por otro, la perseverancia. Que podía haber rabia o gratitud. Y también complejidad. Es una figura que hoy parece imposible entender. Vivimos años de etiquetas fáciles, de recortes deliberados en las redes para alimentar odios, de polarización. Y también de silencios corporativos. Y monstruos “humanizados”. Y de “exaltación de lo pavo”, como escribió el último newsletter de Deportea.

En 1978, la selección argentina ganó su primera Copa Mundial obligada a visitar al dictador Jorge Rafael Videla en la Casa Rosada, pero jugando siempre para la gente, sin obsecuencias hacia el poder. La segunda conquista de México 86 fue liderada por Diego Maradona, una voz rebelde, incómoda inclusive a veces para sus admiradores, pero nunca sumisa, y recordada para siempre, ya no solo como futbolista, sino como símbolo eterno, por mucho que le duela a sus críticos. Es una postura distinta de la selección que fue campeona en Qatar, que elige esquivar, en cambio, pronunciamientos extra futbolísticos, a tono con su líder, Leo Messi.

Meses atrás, el presidente Lula criticó a la selección actual de Brasil, “europea” en todo sentido, en un juego que sigue pareciendo poco comprometido, y en una actitud acaso alejada de su gente, según apuntó. Jamás podría decirse algo así de la selección argentina, porque sí habla en celeste y blanco cada vez que juega. Que muestra igual compromiso sin que importe la competencia o el escenario. Y que siempre decide jugar, asociarse, cuidar la pelota más allá del dibujo táctico.

Pocas veces el pueblo futbolero de Argentina sintió acaso tanta representación como sucede con esta selección. A su modo, también la selección actual de Canadá está generando una identidad de juego. Es la selección de Jesse Marsch, el DT que, según avisó, seguirá hablando si siente la obligación política de hacerlo. “Lo que no queremos”, dijo Marsch días atrás, “es volvernos insensibles a las cosas en las que se cree firmemente”.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/deportes/futbol/cuando-el-deporte-se-compromete-dentro-o-fuera-de-la-cancha-nid02042025/

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